A la luz de las tinieblas

Publicado el 22 septiembre 2010 por Blopas

Esta es la 12a entrega de una anécdota en partes.

Un oscuro piso deshabitado | Continuará…

Encender una linterna o gatillar un calibre 38 son casi la misma cosa, y en ese sentido Kovayashi podía sentirse afortunado de no estar desangrándose en el piso. No, no era capaz de verlo, y mientras se hacía visera con la mano pensaba “la mierda, ¡qué fuerte es esa luz!”. Y esa voz masculina le sonó muy conocida, demasiado… tanto que no necesitó apartarse del cono de luz para verle la cara. En el brevísimo tiempo que le tomó carraspear, Kovayashi recompuso sus pensamientos y consiguió que los sucesos de la semana cobraran un nuevo sentido, diáfano como el aire de esa mañana y hasta, incluso, revelador. Con la garganta despejada, Kovayashi habló.

_ “Tendría que haber corrido al puesto apenas vi la notita, pero no me apiolé; fue la pastilla, seguro…”
_ “Igualmente lo habría negado”
, dijo la voz.
_ “Mi buen amigo invisible…”
_ “Elemental, doctor.”
_ “¿Podrías apagar esa maldita linterna de una vez por todas?”
Y Jorgito apretó el botón.

Para los dos hombres, el piso del viejo Scalisi recuperó su oscuridad sepulcral. De a poco, las cuatro pupilas se fueron dilatando, y en un momento la miserable claridad que se filtraba por los postigos del ventanal le alcanzó a Kovayashi para verse cara a cara con el diarero, tal como esperaba. Y de haber estado abierto el ventanal, ambos habrían visto a la Señora W. y a su marido Rómulo salir a la vereda a esperar un taxi en el cordón. Pero no sucedió así.

Jorgito estaba de pie y mantenía un brazo estirado hacia Kovayashi. Una sonrisa muy ancha cruzaba su rostro vertical, en el que las piezas se combinaban armónicamente para componer su conocida expresión de vendedor macanudo. Si bien el doctor conocía aquella labia perseverante, en ese momento el silencio obstinado del diarero le estaba cediendo la iniciativa. En la mano de Jorgito había una franela prolijamente doblada; Kovayashi la tomó sin hesitar y se dio cuenta de que era la segunda vez en el día que debía sopesar algo. Su finísimo sentido del tacto le permitió saber de qué se trataba aun antes de desenvolver el objeto. Las cuatro puntas afiladas eran inequívocas. La suavidad del acero también. Jorgito le había devuelto su estrella ninja.

_ “Lo mínimo que puede hacer es comprarme el diario de por vida”, dijo Jorgito antes de soltar una carcajada imprudente. “Ahora, fuera de joda, gracias por limpiar el barrio. A esos chorros hay que matarlos a todos porque, si no, van en cana un día y salen al siguiente. La verdad, me alegro de que piense igual que yo.”
_ “En absoluto. No solamente pienso distinto, también pienso que sos un hijo de un vagón de remil putas. Me hiciste quedar como un pelotudo ante mí mismo.”
Kovayashi estaba exaltado. Apretaba y aflojaba nerviosamente la estrella con su diestra cual si fuera un esfínter descontrolado.
_ “Cálmese, yo únicamente le facilité ese datito que necesitaba. Bah, el datito y estar ahí esa noche. El resto lo hizo usted solo.”

Indignado, Kovayashi no tuvo más alternativa que aceptar que Jorgito tenía razón, y eso, tener que reconocer que su mente también era brillante, le quemaba las entrañas. A pocas horas de haberse convertido en asesino ya estaba evaluando cargarse su segunda víctima: por un instante imaginó a Jorgito con la estrella clavada en la frente y sonrió para sí. La ansiedad ya le había dejado cuatro tajos en la palma de la mano.

_ “No me gusta nada su mirada, doctor. Espero que no esté pensando cosas raras…”

Kovayashi apretó las mandíbulas y tomó aire.

_ “¿Por qué no se va unos días? Váyase afuera… Uruguay, Brasil… hasta que se calmen las aguas…”

Al ver el cariz que estaba tomando la situación, el doctor pivotó sobre sus talones, dio media vuelta y sin ni siquiera saludar al diarero abandonó el departamento y se dirigió a su casa tan velozmente como le fue posible.

Diez minutos después, la Señora W. y Rómulo subieron a un taxi, doblaron por Tres Sargentos y se perdieron en la lejanía.


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