Revista Literatura
Algo de hipnótico tienen los relojes parados, los señores relojes que siempre están en marcha a la vista de la calle y funcionan con exactitud hasta que se detienen, sí, hay un momento de incredulidad y de no-se-sabe-si-de-verdad se ha roto; las agujas mantienen su posición, la hora pasa, el tiempo en el mismo sitio. Se ha estropeado, dictamina el forense.
Algo de misterioso e hiptónico tiene buscar la hora en un reloj -sin saber que está parado- justo al instante que marca en su estropicio. La versión digital del tiempo corrobora el dato y nadie duda. Media hora más tarde, las agujas se quedaron atrás y los dígitos han avanzado treinta minutos. Oh, sorpresa.
Pero más. Algo de jocosidad curiosa tiene este reloj parado -irresistible no hacer una foto- a las 11 y 41, esa cifra y no otra, que es mi hora de nacimiento, exactamente esa, y el año 1889, 90 años exactos anteriores a mi nacimiento.
Como el reloj detenido, pienso, así podría abandonar de una vez, porque la vida sigue en suspenso y no tiene pinta de ir a ningún sitio. Los mapas mentales de esta sociedad absurda se han recrudecido con la era digital: ahora se transmiten a la velocidad de la luz y es más difícil escaparse de ellos. Esos mapas que insisten en destacar a unos sobre otros, en dotar de cualidades (y calidades) divinizadas a un autor, para justificar fotografías o entrevistas. A fin de cuentas, es el sistema educativo que tenemos, estudiar a la fuerza vidas de otros, para que sepas cuál es tu lugar (normal, sencillo, corriente, una fábrica de mediocres) nunca del lado de los otros.
Envidio a toda esa otra gente corriente que se siente atropellada por la vida (la sensación de no haber hecho nada provechoso) porque esto suele ocurrir en la madurez física, no antes. Quizá cuando ya tienes hijos e hipoteca, a veces, pero en todos los casos cuando hay tiempo acumulado para poder echar la mirada atrás. No, no los envidio, los observo con una mezcla de curiosidad antropológica y melancolía. Nadie escapa al reloj aunque se le gasten las pilas, pregunto a unos y otros cómo se sienten, cuando cumplen 40, cuando cumplen 60 -mi progenitor-, si la vida era eso que pensaban que iba a ser o qué ha pasado por el camino cuando pueden mirar a sus espaldas.
O sí, los envidio, ese atropello es una sensación tan constante que no podía separarla de la respiración, no había sido capaz, desde la edad de una única cifra ya tenía el conocimiento innato (o primario) de que todo es esto:
, y precisamente eso da la alegría del tan estrujado Carpe Diem y Robin Williams subido encima de una mesa, un guion maravilloso del que hablé ayer con alguien y la coletilla: qué pena que no supiera aplicar ese maravilloso guion en su propia vida.
Y entonces, quizás porque tengo que explicarlo en el blog, rememoro que no son causas sueltas o facilonas, que el motivo no es lo crisis o no haber encontrado un trabajo satisfactorio del todo, que tampoco es descubrir que el mundo en el que he vivido no existe ahí fuera y sigue haciendo falta el feminismo. Es mucho más global: la sociedad entera, occidental, vive para un simbólico futuro. Correr hacia el futuro, guardar el futuro, asegurarse el futuro, en el futuro serás, te convertirás en, serás otro.
De una forma antisistema y terrorista, sin embargo, ya he sido, siempre he sido, pero en el presente. Y esas dos visiones de la vida (tan dispares como que el luto occidental sea de color negro pero el luto oriental sea blanco) nunca se han reconciliado del todo. Nunca es suficiente.
Y también recuerdo -menos mal, puedo echar la vista atrás de vez en cuando- la época intensa de dar paseos por la naturaleza, de una intensa actividad en yoga y en meditación, y una serie de cuentos, un relato largo y una especie de ensayo que surgieron después. Pienso que hoy, aunque se publicaran en un triste apartado de filosofía de autoayuda o algo similar, alguien forzaría a comparar esos textos con un Walser paseando o con un Thoureau en medio de un bosque, algo que me produce un dolor infinito, porque no sabía de sus existencia casi hasta el año pasado, por qué esa manía de pensar que alguien escribe basándose en alguien y no solo, por qué esa costumbre de buscar generaciones en las que integrarse cuando, quizá, no quieres integrarte con ninguna porque vives en un tiempo vital completamente diferente.
Con el reloj parado.