Me encaminé hacia la comprensión, tomando el único camino que mis pasos fueron capaces de seguir. Creí que en él me encontraba segura, serena, en la confianza franca que se ofrece una a sí misma. Y sin embargo, con una leve sacudida supe que todo aquello que contemplaban mis sentidos no era más que el escenario de mi autoestima. Donde, en realidad, los figurantes se mezclan y corren entre la multitud y puedo apreciar el tono mate que adquirió mi mundo al apagarse las luces de aquel ensayo.
En instantes como esos, me cuesta recogerme para no ceder ante el espejismo de que todo se desbarata. Me paraliza el pánico a reconocer que lo que sucede sea que no me perdono o, peor aún, que no me respeto. Absurda de mí.
Tal vez debería asumir la responsabilidad de aceptar aquello que llega a mis manos desde mí misma, fiel reflejo y consecuencia. Intuyo que para sentarme serena a recoger es preciso romper muchos moldes o reparar las fisuras de los viejos cuencos.
A menudo no acabo de confiar en mis adentros.
A menudo confundo la delgada línea entre ser transigente o sumisa.
A menudo me falta valor para decir un hasta luego.
A menudo proyecto en los demás lo que debe brotar de mí misma.
A menudo me sorprendo buscando aprobación fuera, reclamando amor y atención.
A menudo me pongo las botas de agua y el paraguas cuando ha dejado de diluviar.
A veces, sólo a veces, me siento inmensamente real.
Ilustración de June Leeloo