Todos odiamos a alguien. Aunque sea sólo un poquito, lo justo y necesario para acordarnos de esa persona cuando en la radio suena una canción rabiosa e irónica.
Lo suficiente como para hablar mal de él o de ella cuando nos reunimos con los amigos y necesitamos cierto desahogo; alguien que nos escuche y nos comprenda y nos diga que tenemos razón, que no se merece que lo pasemos mal, que valemos mucho más que esa persona que nos hiere y que ojalá alguien le haga sufrir lo que se merece.
Todos hemos recortado una foto alguna vez para eliminar su rostro, (aunque sea con las tijeras virtuales del Paint) o hemos escrito mil cartas que nunca enviaríamos en las que desparramábamos nuestra furia contenida y exorcizábamos los malos recuerdos y demonios que nos atormentan por su culpa...
Todos nosotros, en fin, sabemos que en el fondo somos injustos porque, aunque funcione a modo de efecto placebo, a veces no se puede buscar culpables.
Después de todo su único pecado fue no sentir lo mismo que yo.
Y de esta forma seguimos odiándole de mentirijillas un día, otro día, otro día, otro día...