El viernes sale a la venta “No hay silencio que no termine”, las memorias de Ingrid Betancourt sobre su cautiverio de seis años a manos de las FARC. Me sumo al batallón de gente atraída por su polémica figura. Pero más allá de la controversia sobre Betancourt, me llama la atención lo que dice aquí: que se ha perdonado, y ha perdonado a los demás.
Son fascinantes las historias de secuestrados: ¿cómo hacen para salir adelante? Observas esos microespacios donde han pasado años y años y te preguntas cómo es posible sobrevivir más de una hora allí si ya se hace difícil pasar en casa el fin de semana. Pero, sobre todo, ¿cómo se las arreglan para perdonar a sus captores?
La celda de dos por dos metros donde Mandela pasó 18 años, con un cubo como letrina.
Todos conocemos a alguna persona que ha chascado su vida por no saber perdonar. Por mi parte, en este momento tengo familiares atascados en un conflicto que entre otras cosas amenaza con hacer añicos un matrimonio hasta ahora bien sólido, y la única solución es abrir un poco más el corazón.
Aunque carezca de mis amados dragones, me gusta esta historia, extraída de una charla de Eugene Cash titulada “Abandona toda esperanza de un pasado mejor”. Muestra hasta qué punto saber perdonar nos coloca en una posición no de debilidad, sino de enorme fuerza.
Un joven que vive en una barriada marginal de Washington D.C. mata a un chaval de 14 años para probar su valía y pagar, así, su admisión en una banda. El joven es detenido y enjuiciado. En el juicio, y tras escuchar el veredicto del juez, la madre del chaval asesinado (su único hijo) se levanta, totalmente impasible y tranquila, se acerca al asesino y le dice: “voy a matarte”.
El joven ingresa en un centro para delincuentes juveniles. Después de medio año, la madre del chico acude a visitarlo. El asesino había vivido en la calle antes del asesinato, de modo que ella se convierte en su único visitante. Charlan un rato, y antes de irse, la mujer le da algo de dinero para tabaco. Poco a poco, la mujer comienza a visitarlo regularmente. Le trae comida, cigarrillos, algún detalle.
Cuando la sentencia de tres años está a punto de concluir, la mujer pregunta al joven por sus planes. Él está confundido, no sabe por dónde tirar. Así que ella le ofrece un trabajillo en la empresa de un amigo. Le pregunta dónde piensa vivir, ya que no tiene familia a la que volver. Y, como el chico tampoco tiene techo, le ofrece usar durante un tiempo la habitación de invitados de su casa. Entonces él se muda y vive ahí, con ella, durante ocho meses.
Una tarde le llama al salón de su casa, y le dice que tienen que hablar. Le pregunta si recuerda sus palabras de aquel día en el juicio, cuando le dijo que le iba a matar.
“Claro que me acuerdo”, dice el chico.
“Bueno, pues lo hice”, responde ella.
“No quería que el chaval que mató a mi hijo sin ninguna razón continuase vivo en este planeta. Por eso quería que muriese. Por eso comencé a visitarte, y a traerte cosas, te dejé vivir en esta casa y te busqué un trabajo. Esa fue mi manera de cambiarte. Ahora aquel chico se ha ido. Ya no está. Por eso quiero preguntarte, ya que mi hijo no está, y el asesino tampoco, si quieres quedarte conmigo”.
Y se convirtió en la madre del asesino de su hijo.