Ayer fue mi último día de docencia. La fiesta de despedida de los alumnos de 4º de ESO me deja sabor agridulce: el del trabajo desinteresado de los que hicieron posible la fiesta y la realidad parcialmente recordada de los cuatro, cinco y hasta seis años pasados por alguno de esos alumnos en el colegio.
Sólo esta alumna se acercó ayer en la fiesta de despedida de 4º para decirnos adiós -silenciosa, discretamente, a su modo-. Esperaba más de algunos... Llegan siendo aún niños, se marchan en su adolescencia y sólo unos pocos apuntan maneras de los jóvenes adultos que serán algún día. Como ella, claro.
Abandono la docencia y espero resetear mi mente a lo largo del verano, olvidar situaciones y hasta nombres, recuperar mi tiempo donado durante nueve meses a esos adolescentes que ayer no eran capaces de despedirse con la cabeza bien alta. Dejo las aulas porque así lo marca el calendario -aunque aún quedan varios días de trabajo invisible dentro y fuera de las paredes del colegio- y porque el horizonte del nuevo curso suena a proyecto nuevo y alegre.
Volveré, claro. Sólo guardo el llavero del colegio durante dos hojas del calendario.