Cuando la maternidad se abre paso en una suceden grandes y misteriosas cosas, la primera de ellas, a mi juicio, es que en realidad una se acaba abriendo paso a la maternidad y entras, sin darte cuenta de todo lo que ello supone, en un bucle de sensaciones y vivencias, no sólo del presente, sino que muchas de ellas se remontan a antaño. Sentimientos y emociones que irrumpen bruscamente de nuevo en tu vida como una agradable brisa que no esperas… o como un desconcertante huracán.
Abrirse a la maternidad es mucho más que todo eso, claro está. Pero éste es un aspecto que me sobrecoge especialmente. No contaba con encontrarme tan a menudo con la niña que fui y tan a menudo como me cruzo con ella, así me siento falta de recursos para cubrirnos a todas de paciencia y amor. Sin duda, era más fácil mantenerla dormida en algún lugar de mi memoria, no sólo de la memoria que entendemos como tal, sino también de la memoria emocional e incluso de la corporal.
Sabiendo esto, ahora me resulta más sencillo comprender cómo y porqué reaccioné de determinada manera durante las primeras semanas con mi hija mayor en los brazos y mucho más allá, hasta hoy día. Puesto que no cesa ahí, al contrario, una vez abierto ese canal de flujo interior, flujo libre, no dirigido, no camuflado, que es como debe ser, ya nada regresa al lugar que le habíamos asignado, sino que clama por transformarse hasta ganar el suyo propio, el que verdaderamente le corresponde, aunque no sepamos aún cual es.
Cuando me convertí en madre por primera vez, nadie me había hablado de que esto pudiera suceder. Tampoco lo había leído y sé que se ha escrito mucho sobre las sombras. Ni se me pasó por la cabeza. Y, sinceramente, de haber sido así, dudo mucho que les hubiera creído. Yo, una mujer aparentemente fuerte en cuanto a las emociones pasadas, reafirmada en el hecho de desear ser madre, cada una de las veces, acompañada y amada por el hombre a quién a su vez correspondo honestamente. Una mujer que se creía en paz consigo misma y los demás, en paz con ciertas actitudes y etapas pasadas, a pesar de lo que fueron y supusieron. Y ahora de nuevo yo, gestante, inmensa y redonda en mi condición de mujer, habiéndome sumergido ya en las aguas oscuras de la maternidad, me he sentido fuertemente conectada con mi cuerpo y esencia.
¿Cómo entonces me encontraba y encuentro en ocasiones hecha pedazos? Desorientada ante mis reacciones en la crianza, y hablo de la crianza instintiva no de la reflexiva. Hablo de la crianza que nos brota de dentro, de lo visceral y no de la crianza que escogemos, porque también la sentimos lógicamente, pero que se encuentra sujeta a decisiones razonadas.
Crío, educo y me relaciono de determinada manera porque es lo que siento y lo que considero mejor para mis hijas, mi compañero y para mí misma. La otra parte, la que cuesta más aceptar, no se presenta pidiendo permiso, no la ves venir, te sorprende asomándose desde tu mochila y supone un ejercicio de reflexión importante, en absoluto cómodo ni agradable, en el cual puedes escoger diversos caminos. Es un ejercicio constante de introspección que suele zanjarse desde fuera con bastante ligereza y frivolidad, e incluso con cierto tufo paternalista. Al menos yo lo percibo de este modo.
En un principio, cuando se presentaba esa especie de revolución catastrófica con la que no me sentía a gusto, lo relacionaba con el estrés, el cansancio, la falta de sostén, la soledad emocional, la atención perenne que supone criar, la conciliación o algo así, la divergencia entre lo que sentía y lo que encontraba alrededor, no sólo en los círculos más cercanos, sino por extensión, en la sociedad. El sentirme y reaccionar de ese modo, no precisamente deseado por mí, me hacía mostrarme más comprensiva hacia mis padres, especialmente con mi madre. Creía entender la presión que atravesaron y justificar así el huracán que empezaba a vislumbrar a lo lejos, puesto que la tormenta interior se había desatado y cualquier cosa que tratase de hacer para contenerla era ya inútil, aunque aún no fuera consciente de ello.
Poco a poco fui entendiendo el primer error, puesto que mi actitud de comprensión maternal no albergaba en realidad el perdón, que tan bonito suena, ni la complacencia, sino que era una máscara para justificar aquellas conductas propias que me escocían, así como los episodios no gratos de la infancia. Me había refugiado en factores externos (el ritmo de vida y nuestras circunstancias, al igual que las de mis padres en su momento) para no aceptar mi/nuestra responsabilidad en cada decisión tomada, en cada expresión, en cada reacción. No podía, ni puedo, resumir ciertas vivencias, tanto experimentadas de niña como ejercidas siendo madre, adoptando una postura de víctima de las situaciones. Las circunstancias influyen, claro está, pero en ningún caso justifican nuestros actos ni nos obligan a ellos. Hay mucho más oculto, detrás, empujando.
Abandoné entonces ese oasis de falsa comprensión y dejó de ser prioritario calmar a mi niña interior con pretextos, debía dejar paso a la rabia contenida. No sé si conocéis ya a la bestia gris, pero es demoledora, implacable y tremendamente franca. Es esa voz incómoda que no deseáis oír, pero que no cesa, como un murmullo turbio y constante, hasta hacerte perder los estribos y obligarte a escucharla. Desearías que fuera irreal, que se acallara, porque dudas estar preparada para darle su espacio y reconocer su existencia. Ahora sé que poco importa el estar o no preparada, porque habrás de hacerle frente de igual modo, no desde la lucha, sino desde la aceptación más cruda, tanto si te viene bien como si no. Eso es abrirse paso a la maternidad también.
Tal vez os gustaría escuchar que he atravesado la tormenta y que luzco en calma, con los estantes de la memoria ordenados y los sentimientos clasificados para no mirar atrás. Pero no es así, la liberación de la emociones contenidas una vez comprendida la transfiguración de éstas por mi mente infantil, el instinto de supervivencia o el amor final hacia mis padres, no es algo que se logre con sólo mirarlo a los ojos, pero sin duda es un comienzo. Reconocerte dispuesta a actuar supone echar a andar y esa elección por sí sola, ya encierra una actitud mucho más transparente constructiva hacia mi familia al completo y hacia mí misma, finalmente.
Saber que está en mí el romper el eslabón y con él la cadena, aunque cueste.
Saber que está en mí el alcanzar el perdón y ser merecedora de él como madre, si fuese necesario a sus ojos.
Saber que está en mí, el encontrar a la persona idónea para transitar este camino, porque entiendo necesaria la exteriorización de los hechos y la percepción que tengo de estos.
Saber que está en mí, el acariciar a la bestia y agradecer su llegada.
Y saber que está en mí, el crecer así como madre y como persona. Sin misticismos, lo digo con franqueza. Volverme más real.
Porque todo esto también es abrirse a la maternidad.