Apenas di vuelta en la esquina de la calle cuando lo vi. Se acercó directamente hacia mí, jamás lo dudó. Avanzó a paso firme y se me plantó de frente bloqueándome el camino.
Era un hombre de piel tostada, bajo de estatura y vestido pulcramente con unos pantalones de manta, una camisa a cuadros de color verde y un sombrero de paja. Unos huaraches de cuero le cubrían parcialmente los pies; callosos y agrietados que contrastaban con su ropa sencilla pero impecable. Usaba un bigote ralo que no le alcanzaba a cubrir el labio y su actitud era desesperada. Evidentemente no era un hombre de ciudad. Con ademanes me señalaba hacia atrás de él, abría los ojos pero no emitía un solo ruido. Reaccioné señalándome el pecho con el índice para asegurarme que se refería a mí, aunque era más que evidente por su postura; asintió con la cabeza, dio media vuelta y empezó a caminar a paso presuroso justo por donde apareció.
Lo seguí. No sé porqué, pero así lo hice.
No era un hombre joven, aunque tampoco era anciano y su constitución física más bien era delgada. A intervalos de tiempo frecuentes el hombre del sombrero volteaba a verme como asegurándose de que lo seguía y a los pocos metros le pregunté quién era, me respondió con una mirada vacía que acompañó con una mueca y aceleró el paso.
–Debe estar perdido en la ciudad. Pensé.
Pero después cambié de opinión al ver con que facilidad se desenvolvía en la calles. Avanzaba rápidamente y su manera de conducirse me daba a entender que sabía exactamente a dónde quería llegar.
Llegamos a una esquina más y ahí se detuvo completamente, yo lo observaba desde atrás y me acerqué hasta él sin quitarle los ojos de encima; me llamó la atención que su respiración no había cambiado, mientras yo jalaba aire. Distraído en esos pensamientos tardé un instante en percatarme que el hombre extendía su brazo derecho señalándome algo. Cuando seguí con los ojos el punto que mostraba, encontré a media calle un camión de pasajeros volteado y mucha gente alrededor; algunos intentaban romper las ventanas del autobús y la escena entera era un caos. Habían dos ambulancias, varias patrullas y asistidos por voluntarios, trataban de sacar a las personas heridas. El hombre del sombrero reinició su paso veloz hacia allá.
Caminé detrás de él y al llegar al punto exacto del accidente mis ojos brincaron en todas direcciones, hacia la gente, hacia los fierros retorcidos; trataba de ver a través de la ventana frontal del vehículo buscando gente en el interior seguramente empujado, como todos, por el morbo y la curiosidad.
El hombre que había estado siguiendo se sentó en cuclillas ahí en el pavimento y me señaló debajo de un automóvil que había sido alcanzado por el autobús. Al acercarme encontré a un paramédico que desesperado trataba de revivir a un hombre postrado en el suelo; era de piel tostada, bañado en sangre, que vestía un pantalón de manta y una camisa de cuadros verde. Inmediatamente lo reconocí y asombrado volteé hacia atrás para comprobarlo y ahí estaba él en cuclillas detrás de mi, intacto, pulcro, impávido. Levantó las cejas y nuevamente señaló hacia su cuerpo, pero en esta ocasión hizo un ademán con la mano indicándome que mirara debajo del coche.
Ahí estaba el cuerpo inmóvil de una niña y nadie había reparado en su presencia porque estaba oculta debajo del automóvil.
–¡Debajo del coche, ahí abajo!– Grité a los policías mientras yo mismo intentaba alcanzar ese cuerpo diminuto.
En un instante se acercó mucha gente y entre todos levantamos el carro para liberar a la niña.
Ella estaba inconsciente y con heridas menores en el cuerpo.
–¿Cómo la vio?– Me preguntó un paramédico cuando estaban revisándola.
–No la vi yo, me avisaron – Contesté, mientras buscaba entre la gente el alma de aquel hombre que fue a buscar mi ayuda a varias calles de distancia.