Revista Literatura

Abuelitos.

Publicado el 29 diciembre 2011 por Gildelopez

Abuelitos.

Ya casi tenía ocho años: Tacámbaro era un lugar seguro para los niños y con toda confianza podía recorrer sus calles empedradas, jugar con mis amigos en la Plazuela del Santo Niño, "dar la vuelta" en la Plaza Grande, etc. Había, sin embargo, un rincón del pueblo al que me gustaba ir más que a ninguna otra parte; una calle que -no tengo dudas- tenía la proporción de personas buenas por metro cuadrado más alta del mundo: la calle Allende. Su reducida extensión (una cuadra) la colmaban familias de gente noble y trabajadora. Convivían armoniosamente las familias de don José (Sánchez) Rubio, don Nacho Gallegos, don Javier Gallegos, Mario Olvera y su mamá, los Ortiz, Los Saldaña, don Salvador Peña, mi amigo Godofredo y su familia... En la parte alta de la calle estaba la tienda de una señora Basaldúa, el taller de radio de don Pancho Peña y la casa del maestro Ortega, que ademas era cerrajería. La calle ocupa un lugar de privilegio en mis recuerdos porque era el asiento de un sitio mágico, lleno de misterios y habitaciones fabulosas: la vieja casa del número 33, la casa de doña Brígida y don Raymundo Gil, la casa de mis amados abuelitos. Casi a diario, luego de salir del colegio iba a visitar a mi abuelita, quien me platicaba mucho de la doctrina cristiana y me daba consejos, pero lo que me fascinaba eran las historias de su juventud. Al contármelas, parecía como si ella fuera joven de nuevo: un brillo de alegría cuasi infantil aparecía en sus ojos, de suyo torturados por el sufrimiento físico producto de una cruel enfermedad crónica. En esas ocasiones me era posible imaginarla como la distinguida joven que veía en sus fotos de boda. Podía visualizar a la niña que correteaba alegremente en los tibios atardeceres de Petembo. Platicaba un buen rato con ella y después deambulaba por los cuartos de la casa, llenos historia y de prodigios. Casi en todas las habitaciones había una gran cantidad de libros, pero una en especial prácticamente era una biblioteca, con libros en todas las paredes: el cuarto de mi tío Vicente. Él vivía en ese tiempo en el D.F., por lo que cuando me quedaba a pasar la noche dormía ahí. Aunque puede decirse que en ese cuarto empecé a leer, no eran precisamente los libros los que llamaban mi atención, sino la gran cantidad de comics que también coleccionaba mi tío: muchos de Editorial Novaro, pero sobre todo, dos de Publicaciones Herrerías: Chanoc y Los Supersabios. Cuando fuí un poco mayor, lo que me atraía eran los libros de historia de México. Mis primeros odios infantiles fueron para los traicioneros Picaluga, Iturbide y más que nadie, Santa Anna (en ese tiempo no había más historia que la oficial: blanco o negro, sin medias tintas...). No había, sin embargo, historias más interesantes que las narradas por mis abuelitos. Me fascinaba oirlas y luego recorrer la casa re-creando lo que mi abuelita me contaba de las habitaciones y de los objetos que contenían: el cuarto donde yo dormía estaba pleno de recuerdos de ese tío, ausente  y admirado que lo había llenado de maravillas: libros, "cuentos", pinturas de su autoría, caballetes de pintor, pinceles, fotos de Tacámbaro, unos potentes prismáticos, caleidoscopios de fabricación casera, visores 3-D "View Master", etc. La casa tenía un gran cuarto con dos ventanas a la calle. Mi abuelito lo había dividido en dos con una pared de madera: una parte pasó a ser la sala de la casa y la otra era su cuarto, que se comunicaba con el de mi abuelita y le permitía asistirla en su dura enfermedad. El cuarto de mi abuelito era fascinante también: un tanto olvidado, ahí se encontraba un viejo arcón de madera con aditamentos que permitían agregarle una correa, misma que luego se colocaba en el cuello de alguna persona para transportarla: en esa vieja caja mi abuelito vendía artículos de mercería por las calles del pueblo en los aciagos días de las incursiones de los "revolucionarios" y de la peste que diezmó a la población. Ese humilde cajón fue el origen de su carrera de comerciante. En aquel cuarto, que además, tenía en una pared un alambre que bajaba desde el techo hasta el suelo: un para-rayos, lo que me entretenía por horas eran los periódicos que tenía mi abuelito: siempre había ediciones de varias semanas del Novedades, y me pasaba revisándolas para sacarles los suplementos dominicales. Un enorme radio de bulbos, con varias bandas de onda corta me permitía oir estaciones de todo el mundo; a veces sólo captaba unos sonidos raros con los que yo fantaseaba imaginando que eran comunicaciones de otros planetas. A propósito de radios,adornando la sala, había otra pieza histórica: un aparato aún más grande (tanto que hasta tenía patas para asentarse en el piso), que mi abuelita aseguraba, era el primer radio que había llegado al pueblo. En las paredes, fotos de mis abuelitos jóvenes, mi papá y mi tío niños; la que me impresionaba era la de un juvenil tío Vicente abrazando al presidente Alemán. Al final de un corredor al que un pretil lleno de macetas separaba del patio en el que crecía ferazmente un descuidado jardín, estaba el cuarto de mi tía Lupe, quien se encargaba del manejo de la casa. Su cuarto formaba un ángulo recto con la angosta escalera que subía a la azotea. Al fondo de la casa estaban la cocina y el comedor. El cuarto de mi tía Lupe y el comedor se comunicaban a una enigmática, oscura pieza que no era visible desde el corredor; mi abuelito la usaba como bodega para mercancias de gran tamaño o de poco movimiento en la tienda. Colgaban del techo unas gruesas cuerdas con unos aros metálicos en sus extremos. No sé por qué, pero me daban miedo. Luego supe que eran parte de un antiguo gimnasio que había montado ahí mi tío Vicente. El principal atractivo de la casa, sin embargo, como ya dije, eran las entrañables conversaciones con mis abuelitos y mi tía Lupe. Todos los habitantes de la casa tenían historias que me cautivaban por horas... recuerdo muy bien a mi abuelito platicándome de sus andanzas por los tiempos en que hacía sus pininos como comerciante o recitando de memoria versos de Manuel Acuña o Juan de Dios Peza, "El Poeta del Hogar". Entre las historias que me contaba recuerdo una que siempre nos hacía reir a todos. Decía: "Cuando yo era joven, anduve pretendiendo a la muchacha más bonita de San Juan de Viña. Todos los jóvenes de San Juan la pretendían también, y cuando íbamos los de Tacámbaro ni nos dejaban acercarnos a ella. Una de esas veces que fui con algunos amigos se formó un pleito por los favores de la bella. Entonces, yo solito salvé a mis compañeros, porque hice correr al más valiente de los Sanjuanenses." Aquí hacía una pausa y yo le preguntaba: "¿y qué pasó luego, abuelito?", a lo que él contestaba, muerto de la risa: "No, pues él sería el más valiente, pero a correr no me ganaba. ¡No me alcanzó!". Mi tía Lupe también tenía su historia, que me contó en algún lejano diciembre, mientras convertía, bajo la dirección de mi abuelita, un rincón del comedor en un nacimiento surrealista: sobre una alfombra de musgo y heno fabricaba un imposible paisaje en el que alrededor de un pequeño establo la Sagrada Familia recibía la adoración de tres reyes cuyas monturas eran más pequeñas que ellos. La improbable vegetación del lugar incluía palmeras, pinos y arbustos multicolores. En estanques formados por espejos nadaban esbeltos cisnes al lado de enormes buques; un largo ferrocarril recorría todo el escenario. Era un espectáculo alucinante que capturaba mi atención cada que iba a la casa. Mientras acomodaba las piezas, pues, contaba mi tía cómo, cuando era una pequeña niña llamada Amalia, había caído en un canal de agua de los que entonces corrían a cielo abierto por las calles del pueblo en los tiempos previos a la instalación de drenajes subterráneos. Las aguas arrastraron a la pequeña Amalia y después de buscarla un buen rato, sus padres la encontraron, aterrada, temblando de frío, pero sana y salva en un recodo del desagüe, lejos de casa. Desde entonces, puesto que su salvación fue debida a las plegarias que atendió la Virgen del Tepeyac, la consideraron como vuelta a nacer y la rebautizaron como Guadalupe. Con todo, la historia más emocionante es una cuyas piezas tuve que ir armando yo mismo con los años: no era algo que mi abuelita, tan conservadora, platicara comodamente a un niño de ocho años. Va: Eran tiempos de las guerras cristeras y en alguna ocasión en que las fuerzas federales ocupaban la plaza, el oficial al mando de los ocupantes se sintió atraído por una bella jovencita, hija de unos amigos de mis abuelitos. El militar empezó a pretenderla en plan sentimental, lo que no hubiera tenido nada de particular en una época en que esas cosas eran de lo más común; el país llevaba casi dos decadas ya viviendo en una turbulencia casi continua y los militares eran protagonistas frecuentes de tales historias. Lo que destacaba en este caso y horrizaba a los padres de la pretensa, es que ésta era una joven impúber que no cumplía aún los doce años. Cierto día, el soldadote, cansado de las negativas de los padres a "concederle la mano" de su hija, les dió un ultimátum: la siguiente tarde volvería, bien por el "sí" o bien por "su amor", a quien se llevaría por las buenas o por las malas. Los angustiados padres no veían salida a su drama. Era domingo y de manera providencial se encontraron en misa con sus amigos, los señores Gil. Les confiaron su predicamento y mi abuelito propuso un plan que inmediatamente llevaron a cabo: entre él y mi abuelita acondicionaron como recamara para la pequeña el cuarto de que ya he hablado y que no era visible desde el patio o el corredor de la casa. Movieron u trastero del comedor para ocultar la puerta y en la otra entrada colocaron un librero. Por la noche, discretamente salió de su casa la niña, vestida como varoncito y llegó a la casa de mis abuelitos, quienes la hospedaron unas pocas semanas, hasta que las órdenes superiores obligaron al sátiro a desplazarse a otra región del estado. La historia tuvo un final feliz, pero no fue poco el riesgo que corrieron mis abuelitos, pues de haberlos descubierto el militar, hubieran pagado caro su gesto solidario. Mi abuelita, sin embargo, pensaba que era lo menos que podía hacer como buena cristiana. Tiempo después, cuando su hijo mayor (mi papá) estudiaba en un seminario clandestino cerca de Tlalpujahua, ella se sentía confiada de que ahí también habría gente buena que cuidaría de él, porque cuando haces el bien, eso mismo cosechas. Si... la casa de Allende 33 estaba llena de historias...
Santa Ana, Cal. 29, diciembre, 2011.


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