Revista Talentos
De los indolentes aprendí que la poesía no se pone por el este ni sale por el oeste, que la poesía se escribe en todos los países, que ella se aprende universalmente –como diría Juan Ramón-.
De los indolentes descubrí que existen los siniestros, que intentan reducir nuestra visión al mínimo, que los círculos cerrados son erróneos y las fabulaciones imprecisas, distantes e ineficaces.
De los indolentes comencé a valorar el verso libre, a justificar la ética por encima de la estética, que la poesía que no te levanta de la silla ni es poesía ni nada, tan solo un ejercicio ajeno a la indolencia.
Cuando dudo consulto, si esa interrogación se convierte en principio no creo, y fabrico justificaciones para acercar a dios a lo preciso.
De los indolentes concebí que quien menciona el “yo” no me representa ni hace lo propio con la poesía española contemporánea. Lo coetáneo deja de ser justo, sin silencio ni soledad, sin moralidad.
Sale fuego de nombrarte mientras los gatos arrecian sin cola la interpretación. Enciendo el cigarro. Pienso. Quien escribe o habla o resucita con un “yo” no me merece.
Fumo para joder la pintura del salón con el humo. Acaba manchándose.