En la explosión más lenta imaginable
contemplamos con las pupilas en llamas
desintegrarse la luz contra la pared;
era la tarde
en que recibiríamos abrazos de luna fría,
miradas de emboscada, besos húmedos y apretones
de manos lánguidas en nuestra piel sin lacerar.
Hubimos de aceptar que todos nuestros héroes
se habían convertido de pronto en putas
o en cobardes.
Era tarde
y por encima de nuestras cabezas el cielo
se arremolinaba en un lamento contenido y triste
de presagios y agoreros. En la cara el vendaval
formulaba el primer indicio serio de la yerma
tormenta de lluvia y sal que se anunciaba.
Era
pero no fue hasta mucho tiempo después
que aprendimos a darle vueltas en la boca
al asco en que se había convertido
lo que una vez amamos.