Hablaba con un amigo y le hice ver que tenía una memoria de elefante por la cantidad de detalles que recordaba de su infancia.
Hace años, El Chico del Niki Rojo comentaba que mantenía vivas en su cerebro multitud de escenas de la niñez y la adolescencia porque no quería olvidarlas jamás.A mí me ha pasado algo parecido estos días cuando ese amigo lúcido me informó que uno de nuestros compañeros de colegio, ahora actor, estrena como coprotagonista una obra en un teatro de Madrid. Enseguida, mi memoria se ha activado al instante y lo ha puesto todo perdido de imágenes entrañables.Aquel compañero de clase destacaba sobre los demás por su especial sensibilidad. Le gustaba mucho escribir historias y la imaginación se le desbordaba con frecuencia. En algún momento, compartimos veneración por la misma chica, una morena muy especial, a la que acompañamos juntos al cine en cierta ocasión e incluso discutimos por su causa más de una vez.
Visité su casa, conocí a su familia y recuerdo el retrato de su padre ya fallecido, en la mesita de la entrada. Esa imagen me impresionó tanto que parece que la estoy contemplando en este momento.
Con el paso del tiempo perdí la pista de ese chico al que consideré no sólo como compañero, sino amigo. Años después descubrí que yo también era un romántico que escribía cosas y dejaba que la mente se me inundase de sueños. Estos días he comprendido que aquel muchacho siempre estuvo por delante de mí y, al final, he sabido que pudo hacer realidad sus inquietudes y ahora representa personajes cuyas vidas han escrito otros.Sin embargo, me temo que no nos hemos percatado de que unos y otros compartimos esa misma profesión. Todos nosotros somos actores, mejores o peores. La diferencia es que escribimos los textos de nuestros personajes y no hay guionistas que diseñen sus caracteres y roles. Nos ponemos la careta y salimos al escenario múltiple de la vida, sumergidos en mil y una historias en las que reímos, lloramos, gritamos, callamos, luchamos, sufrimos, amamos, perdemos y ganamos.En ese teatro, normalmente el público es la propia gente que nos rodea. Pero cuando cada mañana nos miramos al espejo, en ese patio de butacas de cristal solo hay una persona: uno mismo, que asiste perplejo al transcurrir de tantos actos y escenas que conforman nuestra falsa existencia. A mí no me resulta fácil aplaudirme porque reconozco que, en algunas sesiones de tarde o noche he estado fatal. Aún así, cuando salgo de nuevo a la calle, pertrechado con los hábitos de un nuevo personaje, parece que me dan ganas de decirme: "Señoras y señores, va por ustedes".