En los parterres de la plaza han reventado las campanillas sembradas en abril, blancas, exuberantes, descontroladas; llenando cada átomo de tierra, creciendo, asfixiando, plagándolo todo como una mala yerba. Hay algún tipo de belleza, y sobre todo, una supuesta bondad cubierta con piel de cordero o con blanco de campanilla, que en cuanto asoma la patita, nos sorprende por su capacidad de pudrirlo todo hasta la nausea, por secar los corazones y helar la sangre.
—No nos pueden hacer perder la dignidad, ni mucho menos la perspectiva.
Adalberto es pequeño; mucho. Cómo Napoleón Bonaparte dice él, haciendo ver impúdicamente sugrandeza a los demás. La modestia es una falta que Adalberto consiguió eliminar de su persona pronto, cuando le cambió la voz más o menos. Se soñó una noche junto a una encina seca, sobre nubes rojas, con las manos levantas y extrañamente ataviado con una pollera encarnada, gritando:
—A Dios pongo por testigo de que nunca volveré a pasar desapercibido.
Desde entonces es la salsa de todos los guisos y el centro de todas las reuniones; o del mundo, sería más apropiado y justo decir. Seca el espacio y el aire de quienes le rodean, como las campanillas. Dispara falacias arteras y a bocajarro contra el que considera que puede usar antes su arma, como un almeriense Eastwood rodeado de chicanos sudorosos. Creé a pies juntillas que poniéndole pegas a todo su sapiencia —de la que está absolutamente convencido— se acentúa; se sublima incluso, epatando a la concurrencia.
Adalberto tiene el pelo ralo y blanco, un traje gris, un coche viejo, unos brillantes zapatos marrones, un piano de cola y un abono para el fútbol. El piano llegó a casa de Adalberto en un camión de mudanzas enviado por una notaría de la Puebla del Caramiñal cumpliendo una manda en el testamento de un pariente lejano y aficionado a Chopin, muerto de tisis (realmente falleció de neumonía vírica contraída a resultas de la operación de una hernia en el Hospital Abente y Lago de Coruña, pero aprovechando que la neumonía pasa por los pulmones…)
Adalberto es geneálogo aficionado, principalmente por contarlo. Adalberto refiere todo lo bueno que le ocurre y a veces también algo de lo malo —poco— que presiente que puede ser acogido con admiración por sus contertulios. Ha construido su discurso con recortes de tertulias radiofónicas y millardos de lugares comunes. Elige sus amistades por la capacidad de arrobamiento y la escasez de disposición para hacerle sombra. Es decir, intenta rodearse de quienes considera más tontos que él.
Tiene un amigo, Raimundo, al que deja que toque en su piano heredado el Momento Musical de Schubert y algunos valses de Chopin. Raimundo es otro pretencioso, pero ha sabido encontrar el espacio para llamar la atención en las zonas que Adalberto tiene abandonadas. Usa la autocompasión para destacar. Baja los ojos, habla despacio y cuenta sus penas con cara compungida. Ha conseguido ser perito en patetismo, su arma para no pasar desapercibido. Las penas es el único medio que conoce para integrarse: no sabe reír.
Ambos se han repartido el mercado de la fatuidad en su círculo, han constituido un duopolio para ser ambos dos el centro del mundo; una joint venture de la verborrea y la pretenciosidad. Una coyuntería para su necesidad de destacar.