Va a más. Al límite. Al borde. Siempre. Lucas hace un culto de “la vida es aquí y ahora”. Y que no hay segundas oportunidades. Extremo. Su vida orilla en el extremo. De chico era el skate. Bordeaba el precipicio de las escalinatas de su escuela para orgullo de su padre y la taquicardia de su madre. Supo darse algún porrazo pero lo soportó sin quejarse. Era el precio a pagar por el mar de adrenalina en el que se sumergía, cada vez que se columpiaba al borde de la profundidad.
“Sentirse vivo”. Pronunció el cliché a los 20, colgado de un ala delta. Al año siguiente escaló un monte de regular altura; sobrevivió a una fractura y a la desorientación del guía (al que tuvo que calmar de un ataque de nervios). Planeaba subir al Aconcagua en un futuro no muy lejano, cuando conoció a Florencia. Bucearon juntos el verano siguiente, en una fosa oceánica del Caribe; ya eran pareja al remontar el Amazonas, en un raid mochilero por Sudamérica del que tuvieron que escapar a los piques del ataque de unos narcoladrones del camino.
Florencia se mudó a su depto tras la primera clase de paracaidismo. Pospusieron el primer lanzamiento cuando Lucas voló de la moto, a más de 200 km por hora. Rodó por el pavimento, se fracturó más huesos de los que podía contarse, incluido un hundimiento de cráneo que lo tuvo al borde del coma por casi un mes. Durante ese tiempo, Florencia no se apartó de su lado, compartiendo el llanto con sus padres.
En rehabilitación, le dijeron que fuera paso a paso, que la recuperación llevaría tiempo. Lucas sorprendió a todos: dio sus primeros pasos a la semana de empezar la terapia física; el alta al mes; al terminar el año, se deslizaba en esquí por las laderas más empinadas, como si nada hubiera pasado. Fue en ese tiempo cuando Florencia se volvió apegada a su sombra.
El viaje en globo lo hicieron juntos y se besaron al atardecer; él le agradeció que no lo hubiera dejado a su suerte en esa cama de hospital; ella le contestó, como al pasar, que no abandonaría jamás al padre de sus hijos.
Apenas se bajó del globo, Lucas llamó para recuperar las clases perdidas en el curso de paracaidismo; Florencia se quejó, pero Lucas cerró trato por teléfono y, a la semana siguiente retomó (solo) la instrucción.
Dos meses después, se arrojó de un avión en vuelo. No hubo fotos de esa experiencia porque Florencia se disculpó por no ir. Lucas se lo echó en cara, la siguiente vez que la vio, ocho días después.
Practicaba artes marciales con sables, más o menos al mismo tiempo que Florencia se alquiló un ambiente en Balvanera. Remontó las olas más grandes de Hawai, subido a su tabla de surf, sin saber ya de ella. Discutió con sus padres, tal vez por su proyecto de escalar el Everest. O por ella. O por su sueño de tocar el Polo Sur.
Pero Lucas era Lucas. Nunca se achicó por nada y siempre fue por más.
Aprendió a navegar y con un velero y un par de amigos del momento, se mandó a una isla en el norte de Brasil. Volvió superando una fuerte tormenta.
Fue cuando la encontró por la calle, con una panza de seis meses, del brazo de un gordito con campera que sonreía tontamente, colgado de su cuello. Le preguntó qué hacía y él le contó, entusiasmado, de su nueva aventura (buceo entre tiburones, jumping desde un puente o una maratón en el desierto; a esta altura, era difícil distinguir, mucho más recordar, la sucesión de sus hazañas).
-¿Y vos? –le preguntó al pasar.
-Acá… -se señaló la panza- Para octubre…
Y él sonrió por cortesía, tal vez exagerando un poco las señales de conformismo. Se despidieron con un beso y él se quedó pensando cuánto había cambiado Florencia, en qué momento se había resignado a la abdicación de la audacia, cuán discretas eran sus perspectivas en la vida.
Arco y flecha fue lo siguiente que cursó. Luego cetrería. Y a pocos días de la muerte de su padre, se calzó la mochila y, con lo puesto, se largó a recorrer Asia, haciendo autostop.
La última vez que lo vimos fue en Facebook. Subió sus fotos colgado en una montaña rusa en Kiev y de su peregrinación a no sé que ciudad prohibida en la frontera indopaquistaní.