Ya sé que no es popular, pero celebro mucho el ensañamiento sancionador contra los conductores. Celebro mucho que se les apriete el dogal, que se pongan trabas a la circulación de vehículos, que cada día sea un poco más incómodo para ellos moverse por las ciudades. Cada nueva queja de un conductor es una pequeña conquista de los peatones.
En general, reniego de la ley concebida como castigo y creo que las circunstancias de cada caso y la mal llamada ‘rehabilitación’ deben primar siempre por encima de la venganza o del ánimo justiciero. Pero el tráfico es el único terreno legal en el que soy partidario de la mano dura.
Con la reforma de la normativa de tráfico que acaba de entrar en vigor se va a multar con 200 euracos a los que aparquen mal. Estupendo, a ver si es verdad. Como decía el poeta: a ver si hay huevos de aplicarlo, a menos de un año de las elecciones municipales.
Muchos conductores se quejan de acoso, de “afán recaudatorio” (qué mantra más cacofónico), de que la administración se ceba en sus sufridos bolsillos de currante.
Mi percepción de peatón y paseante es muy otra. Mi impresión es que los munipas -posiblemente por consigna de la madre superiora- hacen la vista gorda. Solo así se explica la tranquilidad con la que el personal va dejando sus coches donde se le antoja, sabiendo que no son tantas las probabilidades de que la grúa y que merece la pena arriesgarse.
Dos ejemplos de mi ciudad.
En la esquina de Gran Vía con Sagasta (para los no zaragocicas: una de las esquinas más céntricas y transitadas de la ciudad) hay una farmacia gigantesca que abre todos los días hasta las diez de la noche. Sagasta es un bulevar en el que está prohibido aparcar o parar en toda su extensión, pero siempre hay tres o cuatro coches parados, ocupando un carril, en la puerta misma de la farmacia. Ponen las luces de posición y se meten a comprar supositorios.
Esto obliga a los muchos autobuses urbanos de las varias líneas que pasan por allí constantemente a sortear los coches de esos tipos que necesitan con tanta urgencia una tirita o una caja de condones que no pueden perder cinco o diez minutos buscando aparcamiento en las calles de alrededor. Para que ellos compren cómodos y sin demoras, algunos autobuses se quedan cruzados, el tráfico se atasca y los pasos de cebra se quedan bloqueados. Esto lo conoce cualquier zaragozano que pase de vez en cuando por ahí (es decir, todo el mundo), y estoy convencido de que bastarían un par de días en que los munipas se plantaran allí para disuadir de inmediato a los enfermitos de hacer la paradica en la farmacia.
Pero aún hay más. Un día, uno de los coches parados cuando yo pasaba por allí era un Audi de postín, aunque con las lunas sin tintar. Llegó una patrulla de la local. Todos los coches salieron escopetados al ver aparecer a la autoridad competente. Todos, menos el Audi, cuyo conductor esperaba recostado y tranquilo a que su señora terminara de comprar unos enemas vaginales y unos preservativos de sabor a callos con garbanzos para la fiestecita de esa noche.
Los munipas se paran detrás y le echan las luces. El del Audi ni se inmuta.
Los munipas dan un toque de sirena. El del Audi ni se inmuta.
Los munipas le gritan por la megafonía de su coche: “¡Circule!”. El del Audi ni se inmuta.
Un munipa se baja del coche patrulla, se acerca al Audi y le da unos golpecitos muy poco amables en la ventanilla. El del Audi le dice algo con mucha tranquilidad, sin bajar la ventanilla.
El munipa saca su block de recetas, y entonces el del Audi arranca y se pira… ¡para volver a pararse cincuenta metros más adelante! La cara del pobre munipa era un poema.
No sé cómo acabó la escena, pero supongo que se escucharía una variante del “usted no sabe con quién está hablando” o del aznariano: “¿Tú a mí me vas a decir que yo a ti?”. Es lo que tiene conducir un Audi, que la autoridad te persigue y te acosa. Pobriños.
Ejemplo número dos, mucho más habitual:
Un padre con un coche de bebé (por ejemplo, yo) se dispone a cruzar la calle por su paso de peatones con el rebaje preceptivo, para poder pasar el cochecito a la calzada. ¿Lo conseguirá? Pues lo tiene jodido, porque un pobre conductor acosado por el malvado ayuntamiento y empujado a la infracción y a una dolorosa huida al otro lado de la ley por el afán recaudatorio municipal, ha aparcado en todo el paso de peatones, justo enfrente del rebaje.
Al padre con el bebé le supone una incomodidad leve y pasajera. Le obligan a dar un rodeo y le ponen un poco de mal humor, pero a los pocos pasos se le ha olvidado el cabreo y sigue con sus cosas (hasta el siguiente paso de cebra bloqueado, claro). Sin embargo, el padre con el bebé piensa -como nunca había pensado antes- en un ciudadano que se mueva en silla de ruedas. O en un anciano que camine mal y tenga que ir con muletas o bastones. Los coches que bloquean los rebajes pueden convertir un simple paseo en un suplicio espantoso para esas personas.
Pero, obviamente: ¿a quién le importa un cojo o un viejo cuando hay un pobre ciudadano acosado por las multas que no encuentra aparcamiento en la puerta del bar?
El mensaje municipal es claro: coche gana a tullido. Si no fuera así, se pondrían los medios para retirar el coche y dejar paso libre al tullido.
El colmo lo vi el otro día, y estuve tentado de hacer una foto: el coche que bloqueaba el rebaje por el que yo pretendía cruzar tenía una tarjeta de minusválido.
Con dos cojones.
Todo acoso administrativo que sufra esa gente me parecerá escaso y necesario. Una ciudad donde los peatones puedan moverse a sus anchas y donde los coches lo tengan muy chungo y limitado será una ciudad mejor, una ciudad que merecerá más la pena, una ciudad que nos hará la vida más grata. Entérense: ir en coche no es un derecho, es un privilegio. De hecho, es potestad de los ayuntamientos permitir o no la circulación de vehículos por las calles (y está restringida a muchos: los camiones de más de cierto tonelaje o los vehículos agrícolas no pueden entrar en las ciudades y necesitan permisos especiales -con abono de tasas incluido- para cruzarlas). También es potestad de los ayuntamientos permitir aparcar o no en las calles que administra, y decidir si lo hace gratis o pagando y a qué precio. Muchos conductores confunden los términos y toman por derecho lo que es una concesión, una gracia, un detalle que el conjunto de los ciudadanos tiene con ellos, y que ellos agradecen no respetando los pasos de cebra y pasando junto a ellos a gran velocidad, como si no los vieran.
En cambio, que los ciudadanos-peatones puedan moverse con libertad y seguridad por la ciudad sí que es un derecho que las asministraciones están obligadas a salvaguardar. Fíjense qué cosas. ¿Se acuerdan del capítulo de Barrio Sésamo en el que se explicaba la diferencia entre derecho y privilegio?
Den gracias por esos privilegios (para cuyo ejercicio deben pagar un impuesto de circulación) y respeten las todavía pocas normas que limitan su circulación, y que espero que se vayan incrementando conforme avanzamos en la peatonalización.
Y si no son capaces de acatar unos mínimos de convivencia, pasen por caja y por el depósito de la grúa.