Cuando era chica los afiladores de tijeras, cuchillos y afines, salían en bicicleta y tocaban la armónica o una flauta de pan hecha de cañas y plástico.
Imposible no distinguirlos con esa melodía inamovible, sin letra pero con ritmo.
Era el momento de revolver el cajón buscando ese cuchillo que aplastaba el pan y salir a la calle.
Pensaba que tal vez podría agarrar mi bici, convertirla en una de paseo, colocarle una canasta de mimbre, llenarla de retamas amarillas, ponerle un asiento ancho y chato, y con una mochila de marrón de cuero gastada llena de retazos de letras, salir a afilar corazones.
Afilarlos para que no aplasten el pan.
Tal vez, tamaña empresa requeriría buscar una forma eficaz para que mi voz tome color, y se haga espacio en el medio del silencio de la hora de la siesta.
Busco dentro de mi caja toráxica el sonido que pueda llegar a embelesar como el de la flauta de Hamelin y no lo encuentro.
Entonces, recuerdo la fórmula de magia que está anotada en el margen izquierdo del libro de tapa roja: inhalar, tocar el pecho con la palma abierta, llevar el aire a la panza, emitir un susurro que levante un vientito norte que llegue hasta la puerta de tu casa y la abra, así sin más.
Patricia Lohin
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