Lo prefiero antes que la tortilla, esa que llamamos francesa y que Niña Pequeña defiende de forma taxativa que yo hago mejor que Él. Lo reservo en el borde del plato, con su blancura brillante y lo apetecible de su prometedora suavidad; ni muy hecho ni tan duro que se estropee el sabor o la textura de seda que dejará, seguro, su resto en mi paladar. Él se sorprendía al principio, cuando yo preparaba cada mordisco con un poco más de sal de lo habitual, minúsculos granos casi invisibles que iban coronando cada mordedura, dejando casi lo mejor para el final, retrasando -como al leer un buen libro- el momento de hacerlo desaparecer, definitivamente, en mi boca. Y su corazón amarillento, redondo en su perfección culinaria, desmigajándose entre el hueco blanco del envoltorio cocido lentamente mientras escribo...
Hoy Él prepara una vez más la cena -gracias. Hoy me regala, una vez más, cambiar la tortilla por un delicioso huevo duro.