Ya le cansaba el tedio de la casa y el murmullo inagotable de la televisión. Ya no veía horizonte más allá de una ventana entrecerrada por donde mínimamente entraba la sucia luz del patio interior. Ya no cabían en su mente más deseos por cumplir; Viajes nunca hechos, prohibidos cafés con amigas, libros por comprar, tardes de cine pospuestas y un sin fin de inquietudes cerradas en el cajón de los miedos.
Aquella foto hirió la exigua dignidad que aún la mantenía en pie. Era ella con su foulard de estrellas abrazando a su amiga Raquel. Era la imagen de sus años libres de universidad; reflejo de la felicidad de un ayer que había que recuperar.
De modo que dejó de soportar el desorden que contagia la apatía y se vistió con el único vestido aprovechable que colgaba en su anoréxico armario, se peinó, pintó sus labios de rojo y exprimió el frasquito de su perfume favorito.
Bajó de dos en dos los escalones y respiró. Olía a lluvia. Juró no volver a la mugre del falso y egoísta amor que dejó desparramado en el sofá. Él hasta la hora de la cena no notaría su ausencia. Un nuevo halo de mujer transformó su hastío por valentía y al volver la esquina detuvo las miradas. Ya tocaba pisar con paso seguro.