Aquella foto hirió la exigua dignidad que aún la mantenía en pie. Era ella con su foulard de estrellas abrazando a su amiga Raquel. Era la imagen de sus años libres de universidad; reflejo de la felicidad de un ayer que había que recuperar.
De modo que dejó de soportar el desorden que contagia la apatía y se vistió con el único vestido aprovechable que colgaba en su anoréxico armario, se peinó, pintó sus labios de rojo y exprimió el frasquito de su perfume favorito.
Bajó de dos en dos los escalones y respiró. Olía a lluvia. Juró no volver a la mugre del falso y egoísta amor que dejó desparramado en el sofá. Él hasta la hora de la cena no notaría su ausencia. Un nuevo halo de mujer transformó su hastío por valentía y al volver la esquina detuvo las miradas. Ya tocaba pisar con paso seguro.