Les veía casi siempre a la vuelta. Llegaban con sus vestidos coloridos, las gorras de visera corta vueltas para atrás, los guantes con los dedos descubiertos y sus zapatos de bailarines de claqué. Sólo les veía regresar porque salían muy temprano, demasiado para un niño de mi edad, pero mientras desayunaba con mi hermana y mi madre en la mesa de madera de la parcela, bajo el toldo que colgaba del avancé, subían por la calle del camping montados en sus armaduras flacas de tubos pintados, agarrados a aquellos cuernos curvados como jinetes de avestruces. Las ruedas grandes, mucho más que las nuestras pero delgadas, apenas de un par de centímetros de grosor, y un juego de platos y piñones que hacían restañar con elegancia tirando de pequeñas palancas pegadas al tubo principal del cuadro, por encima de donde llevaban pegados sus botellines de agua con publicidad de bancos y cajas.
Después, al cabo de las horas, les volvía a ver en pantalones cortos o bañador, siempre sin camisa como todos los hombres del camping, rodeados de sus familias y armados con una paleta frente al fuego de una barbacoa a punto de asar carne, sardinas o cocinar una paella, atendiendo con una sonrisa a los otros hombres que pasaban frente a sus parcelas y les preguntaban a dónde habían ido aquella mañana. Ellos, ufanos, respondían con nombres de pueblos que me eran imposibles de colocar en mi mapa imaginario, aunque sabía que eran lugares lo suficientemente lejanos como para que ni de broma pudiera ir allí sin permiso.
Guardaban sus bicicletas dentro de los avancés, protegidas de las miradas ajenas y de los niños que nos volvíamos locos por tirar de las palanquitas que movían los piñones como si fueran las marchas de un coche, de pegarnos a aquellos manillares que se recogían en sí mismos como cornamentas de carnero o de meter nuestros piececillos bajo las tiras de cuero que ataban los zapatos a los pedales y quedarnos pegados a aquellas bicicletas que el resto del mundo sólo veía por televisión durante las calurosas siestas estivales.
Me acuerdo especialmente de Ángel María y de su hijo, al que nunca me pareció que demostrara interés alguno por la bici de su padre, contrariamente de lo que nos pasaba a todos los demás. Ángel María era un señor andrógino, de cuerpo poco definido, a veces de hombre machote y otras de señora entrada en años, pero que se metía entre pecho y espalda cientos de kilómetros para desconcierto, o asombro (y algo de envidia) del resto de hombres de la cuadrilla. Era alto, pero lejos de ser espigado, lucía barriguita y senos prominentes, y cuando llegaba al camping lo hacía con esa pinta de sedentario al que le sienta la ropa como si se la hubieran lanzado desde un par de plantas más arriba. Bajaba de su coche tranquilo, siempre con una sonrisa medio bobalicona en el rostro hasta que llegaba a su parcela y cambiaba el traje por el bañador. Los días libres se levantaba casi de madrugada, junto a otros dos o tres compañeros de ruta más con los que recorría las carreteras comarcales de Tarragona y alrededores a bordo de aquellas bicicletas imposibles. No era uno de esos que iba a la playa cargado con la hamaca y las sillas plegables apenas salía el sol para plantar la sombrilla a un metro del agua, ni tampoco de los que se levantaban al mediodía haciendo valer el único pecado que un trabajador puede permitirse en vacaciones, la pereza. Ángel María tenía otra afición, otra vida. Entre semana vestía su uniforme de hombre formal, de empleado de banca o de una compañía de seguros, no lo recuerdo muy bien, pero apenas llegaban sus días libres cambiaba aquellos ropajes grises por vestidos pintorrejados de mil marcas publicitarias como si fuera un ciclista profesional del equipo Kelme o Kas y siempre que pasaba a mi lado me sonreía con aquella beatitud y metía la mano en mi cabeza para revolverme la melena. Quería que jugáramos con su hijo, que fuéramos sus amigos, algo que nunca pasó.
Hace apenas un par de meses que he comenzado a ser Ángel María, ahora soy yo quien se viste con colores chillones (menos que él porque aún tengo en mi recuerdo la imagen que me despertaba), que se levanta los domingos como si fuera un lunes, que se calza un casco de rejilla en lugar de una gorra blanda de visera corta, que me pongo los guantes sin dedos, el botellín de agua pegado al cuadro de mi bici, y que salgo a hacer kilómetros como si alguien me pagara por ello. Ahora soy yo quien sale a sufrir bajo el calor del verano eterno del trópico, quien suda y vuelve con su bicicleta de mil gadgets, de un montón de platos y piñones que hago restañar con los pulgares como trucos de un agente secreto británico, y que paso despacito por las calles del residencial como hacía Ángel María por las calles del camping.
Ahora, cuando regreso de pedalear por caminos rurales y mientras preparo la paella del domingo, mi hijo limpia mi bicicleta admirado, toca todas las palancas con un ojo puesto en mí para que no le regañe, hace ver que se sube (porque aún no llega), que corre en ella, y se levanta a la misma hora que yo para pedirme, domingo tras domingo, que lo deje venir, que lo deje acompañarnos como si fuera el Timbaler del Bruc por los caminos de La Altagracia.
Paciencia hijo mío, que a mí me ha costado cuarenta años ser Ángel María.