Del libro apenas recuerdo quien me lo regaló (moltes gràcies, mestre) y esa particular norma de celebración que decidí adoptar en mi vida. Desde entonces no son pocas las decepciones de mi familia porque ni celebro mis cumpleaños, ni los de ellos, ni los de los amigos, ni siquiera los de mis hijos y por supuesto ni navidades ni nada que se le parezca, en fin, lo que vendría a ser un gilipollas de toda la vida.
Sin embargo, hace unos meses he vivido una excepción por un brote inesperado de felicidad, reconozco que impropia, inmadura e irracional, por el hecho de cumplir cincuenta años. Es justo reconocer que hasta ahora nunca los había tenido, pero incluso más allá de este logro, el haber cumplido cincuenta años ha significado una profunda necesidad de reinvención, la constatación de que cada vez queda menos tiempo para hacer aquello que me ilusionaba, así como de comprobar si en verdad me ilusiona todavía. En estos primeros cincuenta podríamos decir que no he sido lo que se definiría como un tipo afortunado, sino como un animal extraordinariamente afortunado que durante medio siglo ha incubado un rosal entero en el culo del que ha brotado una felicidad de tal calibre que me ha permitido perseguir la mayoría de mis deseos, que las personas que me han dejado acompañarlas en la vida hayan sido como la selección de candidatos para entrar en los Men in Black de Will Smith, lo mejor de lo mejor de lo mejor, ¡señor!, y que estos años hayan estado tan cuajados de vivencias que no puedo esperar para ver qué me tienen preparado los próximos cincuenta.
Pero no es menos cierto que al pedir un préstamo he tenido que hacerme análisis hasta del aliento, que mi seguro médico cuesta el triple que el de mi esposa, que por cada cana que me veía hace unos años, ahora tengo cincuenta, que veo a todo el mundo mucho más viejo que yo cuando en realidad, vaya donde vaya, la abuela del grupo es servidora, que cuando hago una broma con gente joven no es que no entiendan la broma, es que no saben ni de qué les estoy hablando, que los grupos de música que le gustan a mi hijo no sería capaz de recordarlos ni tras repetir sus palabras, que cuando veo una máquina de escribir me entran ganas de abrazarla, que veo una cabina de teléfonos y no puedo evitar meter los dedos en la ranura por si hay una moneda, que cuando alguien me llama señor miro hacia atrás para ver dónde está ese señor, que llevo tantos años pegado a un trabajo que hay gente que no sabe que por las noches duermo en mi casa, que adoro la música clásica y la ópera, que ya no aguanto dos acordes seguidos de Black Sabath, aunque sigo respetando a los Deep Purple y me relajo con los Dire Straits como he hecho desde el año 84, que veo las películas del canal clásico y la mayoría las he visto de estreno, que aún llamo La guerra de las Galaxias a Star Wars, que he jugado a casi todas las versiones 1.0 de los videojuegos de deportes, que cada vez que me duele algo pienso que tengo un cáncer y que me voy a morir, que cuando veo C:\> me entran unas ganas irresistibles de escribir FORMAT C:, que cuando algo no me gusta canto que del barco de Chanquete no nos moverán, que ya me hacen llorar hasta los comerciales de detergentes, que de golpe todo me da miedo e incluso bañándome en un cubo de agua pienso que puedo ahogarme, que soy indulgente con todo el mundo menos conmigo y con mi hijo, que me encuentro mejor que cuando tenía cuarenta, que no me acuerdo de cómo me sentía cuando tenía cuarenta, que ando por una senda donde los antes evidentes negros y blancos nucleares se han fundido en grises difíciles de identificar y que por más que me esfuerzo en hablar inglés, sigo cantando guachuguá-guachugüei.
Los cincuenta para mí son además una línea trazada en rotulador gordo en la vida, una brecha en el camino de dimensiones goliáticas, una herida supurante de lava, la frontera que supone el haber vivido más tiempo ya sin mi madre que con ella y la constatación de que he llegado a los los años que ella vivió. Un punto de la vida en el que imagino a mi padre quedándose solo y a mi madre perderse todo lo que ha venido en estos últimos veinticinco y me estremezco.
Los cincuenta creo que también son un buen punto para trazar el inicio del camino de los próximos cincuenta, el momento de aprovechar los frutos del rosal escatológico y empezar a dirigir la vida por una senda más propia, menos marcada por las necesidades y los demás, y más acorde a lo que deseaba de niño. Nadie, que yo sepa, nace queriendo trabajar, queriendo tener una hipoteca, o dos o tres, y salvo aquellos que han tenido la fortuna de tener una vocación y dedicarse a ella, el resto hemos hecho lo que hemos podido a base de dar hachazos al árbol del que pendían todas nuestras ilusiones infantiles. Los cincuenta pueden ser un momento ideal para cuidar de ese árbol, por supuesto dejando las cicatrices como están, y dedicándome a honrarlo con otras nuevas.
Por eso me he pasado por el forro las ideas de los tipos de la secta, grupo étnico, seres interdimensionales, o lo que fueran, y he decidido celebrar mis cincuenta todos los días del año y de los próximos cincuenta años.
Aunque ahora que lo pienso, creo que se me olvidó hacer una fiesta, o mejor dicho, como llevo tantos años sin celebrar ningún cumpleaños no supe muy bien qué hacer ni qué regalarme, y si bien siendo honestos al principio había pensado en un viaje a Japón o un safari fotográfico, ambas opciones quedaban fuera de mi capacidad y al final me regalé una bicicleta para no autotacharme de tacaño mientras pensaba en cuál podía ser el regalo perfecto, y que creo que ya lo he encontrado. No ha sido fácil, la verdad, de hecho ha sido tan complejo que hasta el próximo mes de agosto no me lo entrego.
Por el momento sólo puedo deciros que lo estoy cuidando, envolviéndolo con cariño, observándolo por debajo del papel de regalo, abriendo la cajita cuando nadie me ve y asustándome por el día en que lo abra y lo disfrute, pero sobre todo me siento feliz porque es muy probable no haya un regalo como éste hasta dentro de otros cincuenta años más.