Aija ciudad viva, pueblo mágico

Publicado el 01 diciembre 2015 por Rogger


Aija ciudad viva, pueblo mágico,
Tus candados no denotan ausencia. Cuidan historias.
Te protegen y abrigan.
No es Aija un pueblo vacío.
No es una ciudad fantasmal.
No es un territorio olvidado ni un ignoto paraje.
Aija es una ciudad viva.
Y vive en su gente laboriosa, en sus costumbres únicas,
En sus callecitas cómplices,
en sus campos indescriptibles.
En su historia.
Aija es una ciudad viva
cuando regresa en los sueños y se deja añorar sin remedio.
Cuando, en los inviernos, retumban las temibles riadas;
cuando en sus senderos íntimos habitan huellas y urgencias.
Aija es una ciudad viva.
Y lo sé cuando me detengo en sus esquinas legendarias,
escenarios de memorables conciliábulos,
de interminables carcajadas;
cuando miro al oeste y me invita la majestuosa Chuchún Punta,
la montaña mágica con sus pasadizos enigmáticos,
con su legado de arte, ciencia y cultura.
Cuando comienzo a subir Shikin, dejando atrás la ventisca de Huancall,
sus friísimas aguas, su intrínseca convocatoria.
Cuando veo a la izquierda el hondo Monserrate de verdes encajes, encanto y placidez,
y a la derecha, un festival de sinfonías inenarrables ante el Gabino Uribe Antúnez,
otra de las inquebrantables columnas de la identidad aijina.
Ambas flamean con igual orgullo bajo la montaña mágica.
Cuando deslizo mis ojos hasta el camino a Kopin,
teatro del fútbol y señuelo de los caminantes,
naturaleza pretérita que decora la memoria
con pencas esbeltas y sinuosas trenzas,
rumbo polvoriento que baja hacia Mellizo,
rumbo apurado hacia el recóndito Boleo,
donde las montañas remojan sus pies en las aguas de tres ríos.
Aija es un pueblo mágico.
Y lo sé cuando subo al trono de la inmensidad.
Chuchún Punta ofrece una alfombra de espléndidas rashtas,
preciosas mishihuetas y rebosantes siemprevivas,
todas vigiladas por adustas cashas y cactus ornamentales,
como antesala de la vieja ciudadela preinca.
Cuando llego a la cumbre sagrada
y siento los cuatro vientos silbando la melodía del alma,
égida suprema de la sapiencia, vibrato del silencio,
certeza de la historia, testigo de la cultura,
del tibio abrazo de su pasado orgulloso,
perseverante y altivo,
soberano,
hermoso
y humilde.
Aija, es un pueblo mágico.
Lo muestran las cumbres y vertientes, esmeraldas de un collar omnipresente:
Llactún, Huinac, Pachaca, Huancapetí, Imán Macho, Imán Hembra,
Mallqui, Killayoq, Cruz Jirkán, Piruru Punta, Marcacoto,
Yana Weko, Mulluhuanca. Shuntur, Tiran Punta,
Pumacayán, Quishuar Punta, Incatanan, Huacapampa,
Llanqui, Anquilta, Paqos...
La vista se acorta, las emociones se ensanchan.
Lo muestra esta cumbre sagrada que narra y vigila su territorio,
sus campos propicios para el el goce del espíritu;
sus chacras generosas, sus pastos abundantes.
Aija es un pueblo mágico de intrincados caminos,
de cumbres pletóricas, de tapiz azul en su cielo;
de sinfonías de paz, de vientos envolventes.
No es Aija un pueblo vacío.
No es una ciudad fantasmal.
No es un territorio olvidado ni un ignoto paraje.
Aija es una ciudad viva.
Aija no está muriendo, Aija no languidece.
Siguen naciendo aijinos.
Y siguen haciéndose aijinos en todo el mundo.
Hay puertas cerradas sí, pero también corazones abiertos,
recuerdos imborrables, episodios únicos, serenatas vibrantes,
Sus campos siguen floreciendo, sus primaveras prometen.
Sus eucaliptos ondean y murmuran sin pausa.
Ulltus, arash, wewash, yukis, y kullkus retozan como antaño;
los legendarios bunles en Mampaq, Uchku, Sipza y Pescado esperan
por nuevos y osados bañistas, herederos de su glorioso pasado.
Es cierto que ya el Río Santiago no es el de antes:
dominante, prístino, encantador, majestuoso,
pero Aija sigue siendo el mejor refugio para el espíritu.
Aija es una ciudad viva.
Aija es un pueblo mágico.
Se deja caminar sin miedo y sin dudas.
Se deja descubrir, soñar y bailar.
Aquí se escucha el silencio. Aquí se siente paz.
Aquí hay un Shanticho a quien orar y hablar,
aquí hay abuelos, padres, tíos, hermanos
y amigos a quienes extrañar.
En Aija todos somos primos de verdad.
En Aija siempre el viento nos arrullará con sus aromas
a cuchicanka, a huatias, cusharas y papayanus;
fumaradas sabrosas escapando por los techos.
Aija, ciudad viva, pueblo mágico,
nos adorna el corazón con su sol risueño, puntiagudo, febril.
Aija nos regala súbitamente desde sus frondas colinas,
mayestáticos arcoiris que vienen de fundar la habitual belleza de sus mujeres.
Aija nos ofrece cada uno de sus atardeceres,
para viajar al sueño y postergar el olvido.
Aija ciudad viva, pueblo mágico
se tiende sobre la esperanza para viajar al futuro.
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