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Al mal tiempo buena cara

Publicado el 10 octubre 2012 por María Pilar @pilarmore
Al mal tiempo buena cara La crisis agudiza el ingenio y está haciendo aflorar oficios que creíamos desparecidos. Por la zona donde vivo unas amas de casa han bajado la máquina de coser que tenían en casa a una lonja y hacen todo tipo de arreglos, la ropa ya no se tira como antes, se reutiliza. Un zapatero remendón se ha colocado en un pequeño bajo de un portal y desde fuera, a través del cristal, se le puede ver encorvado sustituyendo las viejas tapas y suelas de los zapatos. Estos días ha recorrido las calles de la zona un silbido característico que desempolvaba recuerdos de infancia, era el chiflo de un afilador. 
Al despertar aquellos días, el sol incidía en la tapia de en frente  y un sonido repetitivo y machacón  que enfilaba la calle se iba acercando hasta parar bajo mi ventana. Era el inconfundible sonido de la “chiflita” del afilador con la que no paraba de dibujar en el aire en ambas direcciones su tonalidad. A esto le seguía  su incansable voz: “el afilaooooor” “se afilan cuchillos, navajas, tijeras,…” “señora el afilaooooooor”. Algo mágico producía ese sonido en las cabezas de las mujeres del pueblo porque todas rebuscaban en los cajones de sus casas algún objeto digno de ser afilado. El afilador, hombre curtido por su trabajo y por las inclemencias del tiempo que tenía que soportar, ya había puesto en funcionamiento su artilugio sobre la motocicleta con la que se trasladaba de pueblo en pueblo y estaba dale que dale a la rueda cuando empezaban a rodearle las primeras mujeres. Él  las  saludaba con su acento gallego y con un surtido de piropos que había ido adquiriendo al rodar por esos mundos. Ahí empezaba lo peor, un sonido chillón e infernal que producía el metal al pasar por la rueda de piedra hacía que hasta los perros corrieran a buscar un lugar seguro. En cambio, el afilador recibía el chorro de fuego sin inmutarse y sin ninguna protección que lo amparase, parecía inmune al calor que el metal iba adquiriendo y a aquellas chispas que por momentos devoraban sus manos. Siempre tardaba un poco más en afilar el cuchillo o las tijeras de la agraciada Dolores, los mimaba, los acariciaba como si de una joya  se tratase y se los entregaba con novelescos requiebros que a ella le hacían enrojecer. Un día la ilusa Dolores lo esperaba con un simple hatillo de ropa a las afueras del pueblo, atrás dejaba marido e hijos por unos sueños de ver mundo junto al dueño de las hermosas palabras que habían calado en su interior. Al verla, a él se le mudó el color y se le tragó la voz. Ella, que no estaba dispuesta a hacer ascos a detalles tan simples, se colocó como pudo en la motocicleta y juntos recorrieron los pueblos. Al llegar el invierno, el afilador tenía que volver a su tierra para pasarlo junto a su mujer y sus cinco hijos. De  Dolores nunca más se supo. La casualidad quiso que unos montañeros descubrieran la primavera siguiente un cuerpo de mujer semienterrado, que había sido salvajemente acuchillado con un arma blanca de fino filo. 

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