Revolotean quince-veinte páginas de un prólogo que intento recortar, por favor, un prólogo introductorio no puede tener quince páginas, qué pesadilla.
Me hace daño recordar, por esa sensación de caída en el vacío de la nada, y aún así recuerdo, como dije que haría. Sigue caliente lo absurdo (ayer mismo) porque la encargada, delante de mi cara, le ofreció el trabajo a otra promotora. Es el mismo trabajo que desempeñé el año pasado, misma empresa, misma empresa con la que termino esta semana una campaña para otro producto. Gracias a aquella promoción (primer trabajo en 6 años con una duración mayor a 3 meses de contrato) me enfangué en el inicio de nuevos estudios para otra profesión. Ahora me pregunto de qué ha servido desollarme viva durante esa temporada, de qué sirvió subir, bajar, transportar cajas y palés con mis ridículos 50 kilos, fabricar fácilmente unos 4.000-5.000€ por día en venta de productos bajo mi auspicio (mi sueldo por hacer eso se quedaba en 48€) y traer ya apendidas de casa las sencillas estrategias de venta que manejaban los propios empleados de la gran superficie y para los que recibieron cursillos especiales (las sabía por las asignaturas de publicidad, relaciones públicas y comunicación social) si quizá, puede ser, todo se ha decidido por un detalle estúpido como un domingo de navidades, en el que la encargada suplente de fin de semana vino a pedir explicaciones de si tenía derecho a un descanso o no (cuando no es su asunto, sino de la empresa externa que me contrata y paga) durante una jornada continua de 8 horas. Lo que ella había visto no era un descanso, sino los 5 minutos justos de sacar una bebida energética de la máquina (encima, un euro de regalo a la empresa) y beberla para no desfallecer en las idas y venidas y carreras del pasillo al almacén y vuelta al pasillo para entregar la caja del producto al cliente.
Desde navidades, el encargado titular de la sección ha ascendido a otro puesto; la encargada suplente, aquella que pidió explicaciones, ahora es la encargada oficial. Y es esta nueva jefa la que, en mi cara, se lo ha preguntado a otra persona; el centro propone una candidata a la agencia de promotoras, antes de que busquen/seleccionen a alguien, que con toda probabilidad sería yo.
Para qué coño el esfuerzo, me pregunto.
Así un poco todo, al hilo de cierto material que estoy investigando sobre el sistema educativo: te enseñan que a mayor esfuerzo, mejores resultados (notas). Cosa que no ocurre en la vida real: a mayor esfuerzo, no significa más dinero ni mejores contratos, sino que la situación se estanca o va incluso a peor. O eso me ha ocurrido. Ya no sé si tengo mala suerte (eso pensaba) o que continuamente me estafan o las dos cosas.
Vuelven a revolotear las quince-veinte páginas. Los contornos de la historia se difuminan y espesan, ya sabes, como una pintura al óleo de un museo que te acercas tanto para estudiar los detalles del trazo entre las pinceladas que ya no sabes si estás mirando una mano, un pantalón o un fondo campestre. Es preciso alejarse. Cuando esta historia se llamaba Hijos del azogue tenía su gracia, porque podía disimularse como ficción y no asustaba tanto. Pero ahora que la etiqueta salvadora se ha despegado, ya no tiene gracia, tiene horror. Aunque haya ocho seres (¿humanos?) que han hecho el prepago de la obra (es curioso como a mis congéneras les importo una mierda) no puedo evitar, en oleadas, una dura resistencia a ponerlo todo y prefiero cortar y esconder y cortar aunque vaya con retraso en los plazos y esconder y...