Revista Diario

Alas:

Publicado el 09 junio 2017 por Lauraps

Alas:
Siempre había tenido un inocente y pequeño pensamiento, que todos somos libres y tenemos alas para volar cuando queramos. Podemos hacerlo sí, pero atendiéndonos a las consecuencias que ni siquiera esperábamos, pasando de ser una joven alta, con cabellos dorados, unos ojos grandes y verdes y una excelente figura, viviendo en una increíble casa con piscina a las afueras de la ciudad con unos padres ricos que te lo dan todo, a renunciar a ello para volar y vivir en la calle como muchas otras personas sin nada que llevarse a la boca, sin una excelente ducha caliente y ver cómo otras personas pasan por delante de ti teniendo todo lo que tú desearías: un solo rayo de libertad, de esperanza y dignidad.

Miro a ambos lados intentando no desmoronarme, aunque mi situación sea precaria. He sido capaz de conocer a muchas personas que son invisibles a ojos de la sociedad, que sirven para hacer cosas grandes y que son maravillosas, recorriendo  las calles con un carro y una mochila para llevar sus cosas. Cuando estaba en la alta esfera de poder y dinero, no podía ver nada de esto,  pensaba que esta gente era escoria, que no merecían ni una sola de mis monedas porque ellos mismos se habían cavado su propia tumba. Esa frialdad y poco sentido de la empatía, cambió una noche de abril espectacular pero tremendamente fría en la que me encontraba acostada sobre un trozo de cartón tiritando sin nada con lo que poder calentarme durante aquellas horas en las que helaría más, de hecho, ese frío no me dejaba dormir. Un hombre mayor que dormía en un callejón mucho más oscuro que al que solía ir yo, se acercó a mí y, sin conocerme de nada, me arropó con una de las mantas que llevaba en esa enorme mochila sobre sus hombros. Jamás me pidió que se la devolviera y eso me enorgulleció, pudiendo ver la cantidad ingente de egoísmo que podía percibir en mis padres.

Había perdido peso, estaba en los huesos y era muy probable que tan solo comiera una vez al día. Soy uno de los casos de desnutrición, podría morir de frío en cualquier rincón de la ciudad donde quisiera resguardarme del frío y nadie se daría cuenta, quizá unos días después debido a la pestilencia que emanamos después de morir. De repente, un ruido me sobresaltó al final del callejón, algo se movía entre en los contenedores de basura; en un primer momento, pensaba que era Earl, el contable que había terminado buscando algo que comer en las profundidades de contenedores llenos de cosas que gente rica no quería, según decía cuando le preguntabas cualquier cosa, pero no era él. Una joven con una cabellera roja e increíblemente sensual, salió de allí como si nada ocurriera, con un atuendo negro y con una potencia en sus increíbles ojos azules que embriagaba todo tu ser. Se acercó a mi posición y dijo algo que no esperaba:

- Contigo quería yo hablar - una sonrisa se apoderó de sus labios finos -.

- Disculpe, ¿conmigo? - miré a ambos lados, totalmente incrédula a creer que alguien como ella quisiera hablar con alguien como yo, desaliñada y con falta de darse una buena ducha para evitar desprender cualquier tipo olor desagradable despedido del cuerpo - Se habrá equivocado...

- No me he equivocado, Devy - me quedé algo sorprendida y la curiosidad empezaba a tomar forma en mi rostro, ¿cómo sabía mi nombre? - Te he estado observando.

- ¿Por qué alguien como usted estaría obsevándome? - movió la cabeza hacia ambos lados como si no creyera una palabra de lo que estaba diciendo y siguió con su poco claro discurso, totalmente segura de sí misma -.

- Por favor, no te dirijas a mí como "usted", a mi edad no resulta halagador - me espetó, sin pensar en si me ofendería - Te traigo el mensaje de los ángeles, el que hará que tu vida dé un vuelco.

- ¿Un mensaje de quién? - ahora sí que me había perdido, ¿había dicho ángeles? - A propósito, ¿quién eres tú? - la extrañeza a través de mi cara lo decía todo, pero esta joven avispada no tenía intención de retirarse hasta conseguir lo que quería -.

- Soy una enviada de la Corte de los Ángeles, resulta que has sido elegida por una de nosotras, una mujer increíblemente sabia y que cree que puedes aportar mucho a nuestra comunidad - tenía los ojos como platos, no me creía ni una sola palabra, así que, la joven desconocida, decidió hacérmelo ver tan pronto como fuese posible -.

Puse ambas manos en mis sienes, cerró los ojos y respiró profundamente, concentrada al máximo, intentando conectarme con aquello que me haría cambiar de opinión y verlo todo como una verdad absoluta. La paz que sentí recorrer mi cuerpo no la había sentido nunca, tenía la sensación de que todo estaba bien en mi vida y que podía cambiar las cosas desde otro lugar, desde una Corte que escucharía cada una de mis opiniones y que he sido elegida por mi valentía, liberación, humildad y fuerza interior. Todo esto me lo comunicaba una voz que se había transmitido de las manos de la joven pelirroja a mi cabeza como un suspiro leve, como un motivo de aceptación. La finalidad de aquello era que debíamos ayudar a los demás, que sería la más indicada para saber cómo hacerlo, pero todo tenía su pega...

- Vale, ¿cuál es el truco? - los ojos de la joven volvieron la vista a la confusión, no sabía para nada a qué me estaba refiriendo - Todo lo que acabo de ver es demasiado perfecto para ser real, un camino hacia lo puro y lo divino, hacia la constante ayuda a los demás, pero... ¿qué hay de malo? ¿Cuál es la pega?

- Ah... claro, la pega... - sonrió y pestañeó varias veces, como quién no quiere la cosa, añadió - Debes morir.

- ¡¿Cómo?! - me quedé estupefacta, no podía creer lo que estaba oyendo - A penas tengo veinte años y ni siquiera...

- Tienes veinte años y vives en la calle, sé un poco honesta contigo misma - espetó, sin reprimir una sola palabra - Deberías estar muerta para dejar toda esta mierda atrás.

- ¡Basta! - gritó alguien que se acercaba hacia nosotros, alguien que apareció de la nada -.

Llevaba una túnica blanca que le llegaba hasta el suelo, una cabellera de un intenso color negro, ojos azulados y penetrantes y con una luz alrededor que irradió todo el callejón, ayudando a que sintiera paz en mi interior, algo que no había percibido hasta ese preciso instante. 

- Te dije que no volvieras aquí hasta que te lo ordenara, Fariah - la joven puso cara de aburrimiento y cruzó los brazos en señal de desaprobación, apartándose de mí - Vuelve a la Corte, no tienes nada más que hacer aquí.

Me convenció el hecho de que de la espalda de Fariah salieran unas alas negras increíblemente grandes y que volara hacia arriba con un impuso tremendo desde el suelo. No entendía muy bien mis emociones en aquellos momentos, no sabía si gritar o echarme a llorar, demasiadas cosas estaba sintiendo y notando mi cuerpo a punto de explotar.

- Me llamo Seriel y me gustaría que formaras parte de nuestra Corte - su tranquila sonrisa me daba confianza, pero no tenía claro si pagar el precio de mi vida por irme a vete tú a saber el lugar - La pregunta exacta es la siguiente: ¿darías tu vida por ayudar a otros? ¿serías capaz de volar por otros?

- Me ha convencido - salió de mi boca sin siquiera pensarlo, fue increíble cómo tenía algo así tan enterrado en interior, el hecho de sacrificar mi vida para poder ayudar a otras personas de una forma u otra - ¿Y cómo...?

- Debes pensar en algo que te tranquilice, en algo que te haga volar, que haga que te sientas libre y completa... cualquier cosa que se te ocurra... - me dejé llevar, puso ambas manos en mis mejillas y se concentró totalmente en mí -.

Cerré los ojos pensando que quizá me había equivocado en mi decisión, que quizá no era lo correcto dejar mi vida para ayudar a quiénes no me habían ayudado, pero en un instante pude vislumbrar lo precaria que era mi vida en aquellos momentos, en las noches de insomnio, en el frío, en el intenso miedo que tenía de que me quitaran las pocas cosas que tenía, en lo sola que me sentía... eso hizo que dejara de arrepentirme y a que dejara que la muerte me invadiera. Un calor interrumpió todo aquello que agolpaba mi mente y abrí los ojos poco a poco, maravillada por una impoluta sala blanca con un puñado de gente sentada en una mesa con los ojos puestos en mí como verdaderos alcones, un momento en el que sentí que mis alas empezaban a salir de mi espalda, el preciso instante en el que sentí que sería capaz de volar y de ayudar a otros a hacer lo mismo.

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