Por diferentes motivos he sufrido (o disfrutado, según los casos) 5 mudanzas en los últimos 3 años y como consecuencia de todo ello tengo mi vida, personal y profesionalmente, embalada en enormes cajas de cartón. No ha habido formar de organizar el lugar en el que vivir y la última casa de familia ha resultado vencedora. Ni mujer ni yo hemos conseguido transformar en hogar nuestra última vivienda. Por algo será que nos volvemos a marchar.
También de nuestra oficina, a la que llegamos al empezar a crecer y tuvimos que abandonar nuestra primera dirección en la plaza Mayor de Madrid. De hermoso nombre, tenemos que volver a cambiar y dejamos la plaza de la Concordia, para volver al centro de Madrid, domicilio postal que compartiremos con nuestra recién abierta delegación en París.
Entre la oficina y la casa, este fin de semana y tras 1 año de intentos me he encerrado en la habitación en la que se apilaban los trajes, camisas y zapatos que me acompañaron durante los últimos 15 años. Supervivientes a muchos cambios, muchas de esas prendas ya no estarán conmigo en el viaje que nos espera.
Al principio fue duro y tardé mucho tiempo (varias horas) en empezar a tirar, pero una vez que me empecé a despedir de los recuerdos todo fue mucho más fácil. Sorprendente, casi mágicamente, la propia ropa fue eligiendo el lugar al que ir: a las maletas de lo prácticamente no usado (que repartí entre mis familiares), a las bolsas que terminan en los contenedores de ropa, a la basura o al armario de lo que permanecerá todavía conmigo.
Hacer limpieza es cerrar etapas. Mi ropa, durante un año, estaba completamente desordenada, como algunas de la facetas de mi vida. Ordenar la ropa implica intentar volver a empezar.
En eso estamos.
Volviendo a empezar. Más sabios, más heridos, más pobres, pero igual de ilusionados. Con el bagaje intacto y las mismas pretensiones de siempre: seguir viajando, seguir aprendiendo, seguir disfrutando con nuestro trabajo. Estemos donde estemos, da igual.