Todo lo contrario. Yo tengo una memoria especializada en retener no tanto los recuerdos de lo bueno, sino aquellos que son absolutamente excepcionales. Imágenes de vivencias que un día tocaron mi alma, emocionándola hasta la médula, dejando en ella una huella hermosamente imborrable. Todo lo demás carece de importancia. Todo lo demás es sólo lastre, plomo en las alas, y se pierde en el olvido.
Esa característica mía tan acusada hace que de aquel tiempo oscuro de mi separación, recuerde nada más que la luz en los ojos de mis hijos, su risa blanca, su inocente alegría cuando pude volver a verlos, una soleada tarde de domingo de otoño, después de una separación física tan desgarradora como indeseada...
Recuerdo tiempos de paz y silencio en nuestro minúsculo apartamento, donde no nos cabían los sueños, donde supimos enfrentar con valor la tiranía del reloj y detener sus agujas, para amarnos despacio en meses que parecieron segundos, en horas que parecieron siglos, porque aquel reencuentro nos resarció de los años previos a mi separación matrimonial, en los que, instalados en la convencional rutina, nos amamos de puntillas y de forma previsible, siempre con prisas, porque cualquier cosa _el trabajo, la hipoteca, la mala vida_ era más importante y no admitía espera.
Recuerdo cosas tan insignificantes y pequeñas como aquellos helados en barra de marca blanca, que era mucho más que postres, varitas mágicas que obraban el milagro de que una fiesta bulliciosa y de colores costase apenas un euro. Al hilo de esto, recuerdo que jamás se nos ocurrió ser emocionalmente usureros, practicar la mierda ésa del fresh banking y guardar los besos en un banco, a plazo fijo y con un TAE irresistible, para rentabilizarlos sin haber dado ninguno. Lejos de eso, derrochamos los besos hasta gastarnos los labios, inventando un nuevo y revolucionario axioma económico, por el que, por desgracia para el mundo, nunca recibiremos el Nobel: "Cuanto más das, más tienes"...
Recuerdo aquella cama de uno con cincuenta, casi tan grande como nuestro apartamento, mucho menos que mis innumerables deudas, a la que papá ponía los cuernos constantemente con el sofá. Esa cama que era, en realidad, una alfombra mágica de incógnito, que se echaba a volar cada noche con los sueños de mis hijos a bordo, con nuestras esperanzas todas, ninguna tristeza y nuestra común alegría.
Y la recuerdo también a ella, la desconocida, la mujer-pájaro que no esperábamos y se nos descolgó, por sorpresa, un buen día de las nubes, otra tarde soleada de un miércoles que parecía domingo, poco más de un año después de separarme del jodido mundo a perpetuidad, para quedarse para siempre en nuestra vida y recordarnos que, pese a todo, éramos _mis hijos e incluso, yo_ dignos de ser Amados.
Para formar parte, al fin, de nuestros recuerdos más bellos y extraordinarios.
Los mejores de nuestra vida.