Revista Literatura

Algunas fotos de mi novela y un cuento

Publicado el 12 mayo 2010 por Blancamiosi
Como les conté anteriormente, mi hijo Enrique se encuentra en Lima por estos días, y paseando por las librerías ha tomado algunas fotos de El legado. Aquí van, espero de esta forma que conozcan un poco las librerías limeñas, fíjense: en una de ellas los libros ¡están plastificados! lo cual quiere decir que no se puede hacer eso que tanto nos gusta: echar una ojeada al interior, para ver el tamaño de las letras, o cualquier otro tipo de dato que nos pueda interesar.
Algunas fotos de mi novela y un cuentoAlgunas fotos de mi novela y un cuento

Esta es la entrada de una de las librerías Crisol
En la primera foto: solo quedaba el libro que ven en la estantería.

Algunas fotos de mi novela y un cuento
Algunas fotos de mi novela y un cuento
Aquí había tres ejemplares pero de ellos solo se veía el lomo, así que hubo que sacarlo y colocarlo como toda una estrella de cine, ja, ja... arriba: entrada de la Librería Época.

Y para que no digan que ya les tengo aburridos con tantas fotos de mi susodicha novela, a continuación les dejo un cuento:

Intercambio
La vieja parecía no darse cuenta de la repugnancia que inspiraba en la gente que pasaba a su lado. Todos trataban de evitar cualquier roce con su inmunda figura vestida de harapos. Tenía el cabello grasoso cubierto con una capa de suciedad impregnada quién sabe desde hacía cuánto tiempo, y el color de su piel era indefinible, lo único que resaltaba en su cara eran sus agudos ojos azules, debido al blanco marco de sus córneas.
Junto a ella un viejo cazo metálico igual de sucio, recogía las monedas que la gente dejaba caer. Siempre las suficientes. Le alcanzaban para comprar comida, cigarrillos y la cerveza que acostumbraba libar en su choza construida con pedazos de madera, plástico corrugado y láminas de latón, ubicada estratégicamente en las afueras de la ciudad, al lado de un basurero, el mismo que le servía para trasmutar sus necesidades fisiológicas en material bioreciclable. Casi había olvidado sentir el agua en su cuerpo, y vestir ropas limpias era una acción tan lejana que ni recordaba, ni le importaba. Aunque por ráfagas venían a su memoria recuerdos de una vida suntuosa, de cuento de hadas, que cada vez más parecían producto de su imaginación.
Aquella tarde estaba sentada como siempre, como una gárgola en su esquina, esperando que le llegasen algunas monedas, mirando al frente con la indiferencia con la que se mira volar a las palomas. Pasaban los mismos transeúntes apurados, los mismos niños cuyas madres aterrorizaban amenazándolos con ella si no obedecían. Siempre lo mismo. Todo siempre igual, estúpidamente igual. Nadie detenía sus pasos, solo se limitaban a arrojar las monedas para cumplir con algún remanente de conciencia. ¿A quién le importaba realmente una mujer abandonada? ¿Alguien se sentiría capaz de preguntarle qué sentía? ¿Qué la había llevado a ese estado? No. Seguro que no. Se hablaba de ayuda humanitaria, pero eso lo hacía la ONU o alguna organización similar y siempre en África. Por eso cuando vio un par de zapatos situarse frente a ella obstruyendo su visión hacia la nada, por primera vez dio muestras de estar viva. Movió los ojos en un atisbo de curiosidad y se encontró con un hombre de mediana edad, de mirada bondadosa, con los ojos puestos en su humanidad. Algo extraño, se había acostumbrado a que el mundo no desease verla. Se fijó en el individuo; llevaba puesta ropa de excelente calidad, su calzado demostraba su buen gusto, admitió ella, aunque vaya a saber cómo lo supo. Sólo sabía que era así.
—¿Cómo se llama, señora? —le preguntó el extraño.
Ella guardó silencio. De pronto sintió temor de perder su anonimato. Era lo único valioso que le quedaba.
—¿Por qué? —respondió con cautela.
—Por simple curiosidad. Llámelo cortesía. Permítame presentarme, soy Thomas Alcabok.
—Stefanie Mallory —respondió automáticamente la mujer. Sorprendiéndose a sí misma.
—¿A qué se dedica, madame Mallory?
—¿A qué le parece que me dedico, señor Alcabok? ¿Acaso cree que soy corredora de bolsa o que estoy gozando de los últimos rayos de sol de la tarde para dirigirme a mi limosina? —respondió Stefanie, sonriendo con cinismo.
—Tiene usted una preciosa sonrisa —señaló él.
Stefanie volvió a quedar en silencio. Hacía años no hablaba con nadie. Había olvidado conversar. No supo si reír o enfadarse. Era evidente que el hombre no trataba de tomarle el pelo.
—Déjeme en paz y siga su camino —dijo, mientras volvía el rostro. El hombre había logrado incomodarla.
—La he estado observando. Sé que usted no es esto —dijo el hombre sin hacerle el menor caso, mientras sus ojos miraban detalladamente su rostro y su ropa—. Sé que debajo de esa capa de mugre hay un ser humano, una mujer.
—¿Qué pretende usted de mí? ¿Por qué me dice eso? No pensará violarme... será mejor que se largue o llamaré a la policía.
—Hágalo. Creo que saldré mejor parado que usted. ¿Piensa que alguien le creería?
Stefanie cerró la boca. Era ridículo. Sabía que nadie querría hacerle ni siquiera eso.
—¿No ha pensado usted en cambiar de vida?
—Por supuesto. Quisiera ser la heredera de los Hilton. Me gustaría llamarme Paris.
—Concedido.
—¿Qué dice usted? ¿Con qué derecho viene a pararse frente a mí a humillarme con sus idioteces?
—Se lo concedo. Ya es usted la heredera de los Hilton. Se llamará de ahora en adelante Paris Hilton. Sólo le pido algo a cambio. No desaproveche su nueva vida y juventud, podría volver a las calles en peores condiciones, porque esta vez sabrá lo que ha perdido. Sólo cierre los ojos y piense en el firmamento, relájese. Listo.
Al abrir los ojos, Stefanie se encontró en la habitación más hermosa que hubiera imaginado en sus pensamientos más febriles. Se miró a sí misma y no lo pudo creer. Corrió a un amplio espejo de cuerpo entero que había en la alcoba y miró su reflejo. Era alta, delgada, sus cabellos rubios le caían lisos y sedosos, lo único que reconocía en ella eran sus ojos: grandes y azules. El hombre había tenido razón. ¿Dónde rayos estaba? Thomas, Thomas Alcabok, dijo llamarse. Buscó desesperada a su alrededor y no había nadie. Lo necesitaba, deseaba hacerle muchas preguntas, no sabía qué hacer, cómo comportarse, no estaba habituada a vivir como una millonaria e indudablemente lo era. ¿O no?
Giró hacia la puerta al escuchar un ligero toque. Entró una mujer de cierta edad, elegante, pero discreta.
—Paris, pequeña, ¿me prometes no volver a causar problemas? Tu padre y yo sufrimos mucho cuando te llevaron a la cárcel. No puedes seguir con ese comportamiento extraño. No te educamos para que vomitaras en los escenarios ni condujeras ebria. ¿Qué sucede contigo?
—Este no es mi lugar, este no es mi lugar... —repetía Paris, para alarma de su madre, que sin embargo, encontró en sus ojos por primera vez una extraña lucidez.
—Te hemos dado todo lo que has querido, te amamos, hija, no pareces ser tú, ¿qué sucedió con la chica dulce y educada que eras?
—Está en una esquina en algún lugar. —Afirmó con convicción Paris—. Y se llama Stefanie Mallory.

B. Miosi

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