Revista Diario

Algunos hombres buenos

Publicado el 18 octubre 2011 por Lamalavida
Algunos hombres buenosA pesar del rechazo, de ser el hazmerreír, de la exclusión social, de la caza de brujas y de tu cartera, no todo es negativo en la mala vida del padre divorciado, esa nueva especie surgida en el último tercio del pasado siglo XX, cuando la pareja convencional del "contigo pan y cebolla" se dio finalmente cuenta de que el sufrimiento de mantenerse anclado a un matrimonio que no funciona es una agonía injustificable, un sinsentido y una tumba, una mortaja de frustración y paripé que no se merece ni ella, ni él y, mucho menos, los hijos de ambos, dignos de algo mejor que un carnaval, de vivir en un ambiente y en un aire auténtico, limpio, lejos de las mascaradas y del ruido de sables con silenciador.
Cierto que una separación trae inevitablemente consigo muerte y devastación, desbandada y soledad, porque es el destino del padre divorciado el verse más solo que la una, abandonado por todos, incluidos el desodorante y los amigos que, salvo honrosas excepciones, prefieren estar a tu lado mientras haya mesa y mantel puesto, comida y bebida para darle gusto al cuerpo, ñam-ñam, preferentemente en tu casa, mejor si pagas tú, oh sí, y dejan de estar cuando te conviertes en una caricatura y en un despojo irreconocible, despedazado por la justicia y la voracidad de las hembras que, por el hecho de ser madres, se convierten _imagino que sin querer y por imperativo biológico_ en mantis religiosas, dispuestas a devorar al macho más pintado so pretexto de darle lo mejor a los hijos, esa razón para el "todo vale", esa excusa para cometer cualquier barbaridad, ese chantaje para el parricidio moral.
No... Si he de ser sincero, ser padre divorciado tiene su punto, cómo no, porque el hecho de quedarte sin nada y con lo puesto te despoja de todo lustre y te compensa la faena de verte pobre de cagarse por la pata con el regalo de la lucidez más extrema: la de ver, por fin, las cosas luminosamente claras. Yo siempre digo, desde mi separación hace años, que uno no sabe con quién estaba casado (o emparejado bajo cualquier fórmula) hasta que el divorcio te separa. Sucede entonces esa sorpresa mayúscula de ver como quien te amó muta en tu enemigo íntimo número uno y llega el doloroso momento de comprobar, en carne propia, que no sabías en el fondo nada de esa persona, que has estado haciendo el panoli al lado de un desconocido total, de un espejismo y un delirio, de alguien que se inventó tu mente calenturienta, haciéndolo a medida de tu imbecilidad.
Con el divorcio se van los amigos, sí, pero sólo los que nunca lo fueron. Y aparecen otros seres, surgidos de la nada, de la chistera de Dios que, compadeciéndose de ti, te los envía como ángeles custodios de tu repentina necesidad, para regalarte una palabra amable, un sofá por unos días, unos euros para que puedas tomar un café solo, y un solo café, en la barra de la soledad más jodida. Son seres generosos que te aman, sin darse cuenta, porque sí, por lo que eres, un hombre sin nombre, un nadie sin nada, y no por lo que tienes o puedan obtener de de ti.
Estoy pensando en personas como mi atípico abogado, tipo amable donde los haya, al que conocía por cuestiones profesionales y que nada me debía, quien se hizo cargo de sacar adelante la separación judicial de un muerto de hambre, talmente yo, sin haber cobrado nada todavía hasta el día de hoy. De hecho, no sé ni cuánto le debo, porque nunca me lo dijo.
Hubo otras y otros como él. Unos pocos ángeles custodios. Algunos hombres buenos.
Los justos para seguir creyendo, pese a todo, que por mucho que tu vida se quede a oscuras, siempre podrás recobrar la fe perdida al encontrar luz, guía y consuelo en el faro de algún corazón.

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