Paseamos entre libros que sonríen a través de espeluznantes ilustraciones y de vivos colores. Una de las portadas me recuerda vagamente al retrato de Maquiavelo. Tan desabrido como frustrante. Dejamos de lado a este andrógino esbozo y continuamos caminando entre pestañeos. 1927, 1936, 1945, 1987, 2010… Decenas de Alicias llegadas de todas las épocas pueblan las vitrinas, mientras almuerzan tranquilamente con los animales del campo o son amedrentadas por una temible Reina de Corazones
Cuando por fin salgo, medito y me doy cuenta de que esta catarsis repentina no es casual. Todo tiene el sentido que le queramos dar, y la importancia que le queramos otorgar. ¿Dónde fue a parar Alicia en aquel sueño? En tierra de todos. En tierra de nadie. En su tierra. Tal vez en ninguna parte. O tal vez en su subconsciente. Puede que Alicia simplemente necesitase recorrer su interior para dar respuesta a esa ingente cantidad de preguntas que se plantea una niña. Puede que simplemente todos seamos un poco Alicias y un poco niños, y que quizá, lo que aparenta ser un cuento no sea más que una semilla que estimule esa búsqueda constante de respuestas en nuestro interior. Puede ser que sea, que siendo será. Que si no ha sido, jamás es. Incongruencias tardías. Voy a sumergirme en las lágrimas de mi pasado antes de que sea tarde. Voy a hacer inventario de las cosas que no dijimos, de las que sí diremos y de las que tal vez, ya estamos diciendo. Porque... ¿De qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos? ¿De qué sirve observar sin comprender?