Fefa se escondía detrás de unas gafas gruesas de pasta negra. Su altura rozaba el insulto y su condición de niña única le daba un aire de prioridad a todos sus pensamientos.
Cuando íbamos a su casa entrábamos dos veces para acostumbrarnos al olor a cartón mojado que la envolvía. Salíamos corriendo huyendo de sus rarezas repelentes, pero sus piernas de látigo rodaban tan rápido que burlaban nuestra lentitud.
Marifefa se apropiaba de los lugares más altos y divertidos, solo porque llegaba antes. Todos nos conformábamos resignados ante la evidencia de la más fuerte.
Hablábamos con ella porque era la que más chillaba y porque en el fondo nos daba pena la soledad de su altura, de su niñez única, de sus padres raros y de su espacio mojado. Esperábamos que algún día se diera cuenta de su
terquedad, de sus gritos desordenados y sus competitivas carreras. Pero Josefina era diferente y por diferente se creía merecedora de unos privilegios indiscutibles.
Pasó el tiempo y su familia se mudó a una casa de ricos cercana al barrio. Marijose ya no chillaba y, si lo hacía no la oíamos y lo que no se oye no se comparte, y lo que no se ve ni cuenta ni se discute, ni mucho menos se pretende.
Ya no llegaba la primera porque dejó de correr cuando sus piernas se encogieron dentro de unos zapatos apretados, cambió la risa burlona de dientes de leche carcomidos por las prisas a una boca irónica cubierta de afilados pinchos, su voz ya no gritaba en los espacios abiertos y empezó a callar vergüenzas manipuladas, su larga soledad infantil se convirtió en altos vuelos que le llevaron a una nada vacía.
Doña Josefa es ahora una persona importante, de esas que saben mucho de leyes, las que nunca aplicó en su vida, que pretende enseñar igualdad en su perpetua diferencia, que intenta convencer de una justicia vestida de egoísmo.
Y yo sigo aquí, en mi barrio, con mi alma de niño, mirando por la ventana sin entender nada de lo que veo.