En esta vida hay que ser muy buena persona. Y muy cabrón, también.
Hay que amar con cada poro de la piel, querer de verdad, disfrutar de los pequeños placeres a nuestro alcance, ilusionarnos como niños por las cosas, emocionarnos mucho con los abrazos de la gente que nos importa, intentar no hacer daño a nadie.
Pero también hay que odiar. Sentir rabia y dejar que la ira nos invada y nos lleve al lado oscuro de vez en cuando. Pegar tres gritos, llorar hasta que nos duelan los ojos. Hay que odiar para seguir adelante. Culpar a los demás porque a veces, lo prometo, tienen ellos la culpa. Hay que perdonar, sí, pero si alguien ha sido malo y egoísta contigo... odia, odia un tiempo aunque sea. No te confundas: ella es la asesina. Es más fácil odiar aquello que amaste alguna vez. Sé injusto o más bien justo contigo mismo. Aunque te acaben odiando a ti. Aunque veas la decepción en los ojos de quien creyó que tú no eras de ésas. Claro que soy de ésas.
Te mereces sentirlo todo con plenitud. Nadie te va a poner a salvo de la tristeza porque eso es imposible, sabes. Sufrirás y llorarás y sentirás cómo se te rompe el corazón una y otra vez: es ley de vida. Pero es mucho más triste (te lo digo yo, que he estado ahí) dejar de sentir nada y convertirte en un robot que vaga por el mundo sin vivir porque prefiere protegerse aunque eso suponga perderse también lo bueno. Vivir es luz y oscuridad, y la rabia también nos hace más humanos y nos ayuda a valorar lo que consigue que todo esto merezca la pena.
Yo no quiero medias tintas. Y por eso amo y odio, a partes iguales. No me gustan los grises, los perfumes suaves ni las comidas insípidas. Soy la mujer que más ama y odia del planeta, dependiendo del momento o de la persona -o del vino- que tenga delante. Puede que también sea una de las personas más odiadas que conozco. Me han odiado, me odian y me odiarán. Pero no me importa porque quien me quiere hoy, me quiere mucho. Y a mí eso me compensa.