Revista Talentos

Amordazados

Publicado el 20 septiembre 2015 por Ricardo Zamorano Valverde @Rizaval

¿Pueden hablar las miradas?

Esta historia es la continuación de un relato escrito junto a Santiago Estenas Novoa para el concurso de El Círculo de Escritores «Relatos a Dúo II».

Para leer el inicio, pincha AQUÍ.

Él levantó las cejas. Ella se encogió de hombros. Empezó a mirar alrededor, buscando algo con lo que poder escapar. Arriba, los crujidos habían cesado.En uno de los movimientos de cabeza de la mujer, el chico vio algo. Algo que podría librarles de las ataduras. Por un momento pensó que lo peor no era eso, sino la sensación de asfixia del trapo que le tapaba la boca y las ganas de vomitar que le provocaba el olor y la humedad de su propia saliva. Él, escrupuloso como era.
Hizo un ruido con la garganta que chocó contra la mordaza. La mujer lo miró. Él levantó la barbilla. Ella entrecerró los ojos y pronto vislumbró en ellos la claridad del entendimiento. Giró la cabeza y el torso como un muelle. Y lo vio.
Las sillas no estaban fijadas al suelo, y los muy imbéciles no les habían atado los pies, de modo que se alzó. Se acercó a la mesa y con la cabeza arrastró hasta el extremo el soplete; luego hizo lo mismo con el alargado mechero de cocina. A continuación la joven giró sobre sus talones y propinó un golpe a la mesa. Primero se precipitó el mechero, que cayó justo en la mano, y luego el soplete. Accionó el mechero y el soplete escupió la llama.
Fue entonces cuando la danza invisible retomó su baile. La mujer corrió hacia la espalda del chico. Las cuerdas se rompieron al contacto del fuego. De inmediato, al son de unos pasos que descendían por la escalera, el joven aferró el soplete e hizo lo propio con las ataduras de ella.
Se despejaron las bocas y rompieron en mudas carcajadas por lo absurdo de la situación.
Hasta que el cerrojo de la puerta estalló en la estancia. Entonces el chico introdujo la mano en uno de los bolsillos de su chaqueta de cuero, rodeando el mango de su preciado cuchillo, y la mujer se agachó para hacerse con su pistola personal. Los dueños de la casa que habían ido a robar también habían olvidado cachearlos.
Esperaron junto a la puerta.
Antes de que se abriera del todo y de acabar con la vida del matrimonio y del policía, oyeron al agente decir sus últimas palabras.—¿Están seguros de que son el paciente Oliver y la mujer que le ayudó a escapar del centro?Amordazados

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