Amores imposibles

Publicado el 31 agosto 2011 por Netomancia @netomancia
Era el momento de confesar, no quedaba escapatoria. La situación se había precipitado, era insostenible. Aquello que había ido edificando con la paciencia de un artesano, de repente había caído encima suyo. Dejaba de ser una ilusión, para convertirse en real. No podía seguir ocultando sus sentimientos. Debía confesar.
Ella lo miraba inquisidoramente. Había llegado la hora de decir las cosas tal como eran. Había arribado ese instante, como llega todo en la vida. ¿Cuánto tiempo más podía soportar lo que ocurría? ¿Cuánto más podía hacerse la que no se daba cuenta de aquello? Quizá para divertirse, pero no era justo. Para ninguno de los corazones, ni el suyo, ni el de él.
Le sudaban las manos. El corazón le palpitaba con fuerza. Era un ¡pum pum pum! atronador, rítmico. Parecía querer saltarse del pecho. Y delante de sus ojos, la mirada punzante de Raquel. Estaba acorralado.
Tragó saliva, preparando su garganta para hablar. No podía permitirse ni un carraspeo. Todo su cuerpo era tensión. Presentía lo que venía a continuación. Las palabras que Alberto haría desencadenar de su boca, una tras otra, cambiando para siempre el destino que por años había unido su amistad.
El movió sus labios, pero se detuvo. Bajó la mirada, apuntándola a las baldosas de la vereda. La tarde se moría, como se morían sus palabras, antes de nacer. Se supo incapaz de hablar y se odió por ello.
Ella avanzó, con frialdad en su semblante, pero el alma ardiendo en pequeñas llamas que durante años habían aguardado en silencio, suplicando en vano, sin ser escuchadas. Se dio cuenta que él no tenía la fuerza necesaria. Pero ella si.
- Alberto. No necesitás decirme nada. Todo este tiempo cerca mío, pendiente de mi, tu amistad. Alberto... yo también te amo.
Alberto levantó la cabeza y la miró a los ojos. La confesión lo había tomado por sorpresa. Sintió que aquello que se derrumbaba segundos antes, ahora literalmente lo aplastaba. Recién entonces pudo articular con sus cuerdas vocales, los primeros sonidos.
- Raquel, que cagada, pero yo amo a tu hermana, la más chica. Pero la loca ni siendo tu amigo me da bola.
La mujer se alejó calle arriba, llevando consigo su belleza y tragedia, dejándole al viento sus últimas lágrimas.
El hombre permaneció en el mismo lugar, rascándose la cabeza y pensando qué era lo que había hecho mal.
La noche llegó como lo hace siempre: riéndose de los amores imposibles.