Anabel pagó
Amparo conoció a Aníbal por su amiga Anabel. Es decir que sin Anabel no habría Anibal y Amparo o sí, pero separados. Al principio Amparito no estaba muy convencida, el mozo era prometedor aunque un poco petiso y radical. La Ana le insistía con que ya tenía 30 años, que la figura se desvanecía y que cuantas más cremas para el cuerpo usara menos hombres iban a estar interesados. Ante tal argumento, la flaca bajó la guardia y se entregó al hombre dispuesto.
La entrega sucedió un mediodía en un restaurant del barrio extranjero de Palermo, Anabel llevó un vestido clarito lleno de flores que hacía resaltar su pelo rojo, finito y enmarañado, el bretel caído a la izquierda generaba suspiros de la muchachada que se atragantaba al verla acompañada de Roberto, su pareja estable como la definía ella. Amparo eligió unas medias largas, una pollera que le hacía culo de pato y una blusa que disimulaba sus pechos maltrechos por el uso. Iba con la sonrisa torcida, los pelos prolijitos y las piernas chuecas. El poco convencimiento de la muchacha no importó a Aníbal que apareció amatambrado en un traje de comunión con unas margaritas compradas tan cerca del cementerio que traían algo de ceniza de cremación. El almuerzo fue ameno, sonrisas que van y que vienen, el clima, los signos del zodíaco, lo linda que estaba la placita, las miradas de Aníbal a Amparo, las miradas de Roberto a Amparo y las miradas de Anabel a Roberto que venían acompañados de un zapatazo en la tibia. La entrega se consumó con el clásico apuro por irse de la pareja que oficiaba de celestina, y ahí Amparito soportó los primeros embates del petiso que sin una pizca de coloradez en su cara prometía viajes, idas al teatro y hasta tres hijos. La idea de los hijos a nuestra niña no pareció convencerle demasiado por el riesgo de que salgan petisos y con culo de pato, sin embargo el empeño del Anibal la conmovió lo suficiente para darle una segunda cita, en una heladería.
De la heladería pasaron al cine, del cine a las declaraciones de amor y de yo también. Al año estaban viviendo juntos y juntando platería para el casorio. Anabel no podía ser más feliz, tan feliz que asfixiaba con sus preguntas constantes a la Amparo, en especial en cuestiones íntimas en las que la muchacha la dejaba bastante bien parado al petiso, diferente situación pasaba el pobre Roberto que tenía fama de conejo corto. Tanto abrumaba Anabel que no podía ver la resignación en la cara de su amiga que algún día había soñado con ser princesa o alguna de esas cosas y ahora se estaba casando con un retacón que comía usando los cubiertos mal en caso de usarlos.
Amparo nunca fue muy de brillar ni de tener un encanto particular, tampoco tenía un curriculum venéreo intachable, nunca tuvo bien calibrado el semáforo pero tampoco había entregado el corazón así nomás como ahora. Se reservaba para algo mejor que nunca llegaba y la Ana se dedicaba a recordarle el paso del tiempo más que su Santa madre que vivía medio embalsamada en un caserón de Caseros.
Llegado el día, el registro civil se empacha de chusma y ahí estaba Amparo y su retacón, sus testigos Anabel y Roberto como siempre apretujados en caricias indiscretas. Amparito ante la pregunta del viejo que los casaba dijo que sí como debía y se ahogó en un beso baboso con Aníbal que para empeorar las cosas tenía una flor en el ojal. Saludaron a los presentes y se retiraron en un Ika azul que para el petiso tenía un valor sentimental de un algo, con destino Mar de Ajó para la luna de miel.
LLegaron a una habitación catorce pulgadas sin cubrecama. El petiso se acicaló en un momento, calzoncillos nuevos, desodorante en todo el cuerpo. Amparito se acostó con un deshabillé colorado esperando consumar su infelicidad. El petiso se aprestaba a besarla con apuro,cuando estaba listo para disparar la puerta berreta se abrió y apareció Roberto traspirado con olor a ruta. Anunció que venía a rescatar a la Amparo, que había matado a Anabel y que esta unión no tenía sentido, que él venía por lo suyo. Los ojos del hombre largo estaban acebollados, en su mano sostenía un arma. La sorpresa llenó el aire que debía llenarse de sexo. La pareja quedó congelada, lo único que se movía era el corazón del asesino y alguna pulga de la frazada. Amparo se corrió un pelo de la cara y con perfecta tranquilidad dijo:
- Rajá de acá pelotudo, no ves que estamos en medio de algo.
Roberto se quedó frenado un instante con cara de pelotudo, instante de sobra para que el petiso lo saque a las patadas de la habitación. Esa noche Amparo y Anibal pusieron la semilla que nueve meses después se llamaría Anabel. Ese día una carta llegó al pabellón donde pasaba Roberto sus días, constaba de una línea:
“Cada uno es dueño elige sus propios fracasos, ¿no bolas tristes?”
Amparito.
Roberto la leyó en medio de un grupo de evangelistas donde se refugiaba. Los religiosos lo abrazaron, prometieron venganza y cumplieron. Desde ese día un grupo pasa todas las mañanas a tocar el timbre de la pareja infeliz, despertando a la nena y causandoles graves dolores de cabeza. Por suerte todo quedó ahí y no pasó a mayores, salvo para Anabel, claro, que murió asesinada por el enfermo de su pareja estable.