Revista Diario

Anacaona y Caonabó, una historia maravillosa

Publicado el 30 octubre 2016 por Jordi_diez @iamxa

Anacaona y Caonabó, una historia maravillosa

"Anacaona y Caonabo", Enrique Royo 

Si todo va bien, como parece que así es, en pocos meses saldrá a la luz mi última novela. 
Aquellos amigos con los que compartimos redes sociales es muy probable que ya sepáis, más o menos, de qué trata esta historia, pero en realidad si no contamos con algunos retazos, frases sueltas, fotos con más o menos acierto y pistas vagas, no he explicado a casi nadie de qué trata esta novela. Sí tuve la necesidad de decir, apenas acabada la novela, que era la más dura que jamás había escrito y probablemente también la más dura que jamás escribiré, porque en esta novela se ha conjurado el maldito milagro de que un cobarde como yo escriba la historia de uno de los hombres más valientes que han poblado la isla que me acoge desde hace diez años.
Un día, por casualidad bañándome en las aguas de playa Rincón, intenté imaginar qué habrían sentido los primeros europeos al llegar a la isla que hoy ocupa República Dominicana, cómo se habrían quedado al ver la belleza sobrenatural de nuestros paisajes, la hermosura de las costas, la fuerza de los colores, los olores, las formas tan infinitamente diferentes a las de Europa. Pensé entonces que si nosotros, los inmigrantes actuales, ya sufríamos un espasmo en los sentidos al acaparar tanta belleza de golpe, aun conociendo lo que nos espera por fotos y referencias, qué habría sido para aquellos hombres que en los albores del siglo XVI se acercaron a unas tierras vírgenes, ricas y plenas como éstas. No pude dejar de imaginar la visión del Edén para aquellos aventureros allende los mares.
Pero también pensé inmediatamente qué habrían sentido los habitantes de este paraíso al ver a aquellos tipos barbudos, gritones, rudos y vestidos de maneras tan ridículas como poco apropiadas para el clima tropical. Qué sentirían al ver llegar sus barcos, sus animales, sus armas, sus maneras bruscas de hacerse con todo, y de la misma forma que imaginé que esto pudiera ser el Edén para los recién llegados, pensé también que para los infelices habitantes de estas tierras de aguas turquesas y verdes intensos, la llegada de los europeos hubo de ser lo más parecido a una invasión alienígena en nuestros días.
Poco a poco el “curcó”, la polilla de la curiosidad se fue instalando en mi imaginario, comencé a leer, a investigar, a buscar hasta que me di de bruces con varias realidades que me abdujeron sin remedio. Una de ellas fue que una amiga me hablara, sin saber lo que ya había en mi cabeza, de fray Raimón Paner, un ermitaño del monasterio de la Murtra, en Barcelona, que vino con Cristóbal Colón en su segundo viaje y que fue el primer antropólogo, por decirlo de alguna forma, que convivió y estudió a los taínos. Después vino el conocimiento, la investigación, el darme de bruces con unos personajes de una fuerza brutal, con unas historias que me dejaron varias noches sin dormir, con unas vidas que se vieron truncadas, con una historia de amor que se rompió en la noche de los tiempos por la violencia y la necesidad de supervivencia.  Fue entonces cuando conocí a Anacaona, la última princesa del Caribe, y cuyo nombre significa, literalmente, Flor de Oro, y al que fue su esposo, Caonabó, el guerrero, el hombre cuyo nombre significa el Señor de la Casa del Oro, y a quien Alonso de Ojeda “engañó” haciéndole poner unos grilletes como si fueran un gran regalo.
Vinieron entonces las preguntas, las dudas sobre si la historia pudo ser cómo nos la han contado, o  no, y sencillamente no creí, como no creo, que una sociedad capaz de hacer las más extraordinarias piezas de artesanía se volviera loca al ver espejitos como si fueran imbéciles. No creí que un hombre, un guerrero capaz de vencer a tribus caribes, de enfrentarse a los conquistadores, de una fuerza descomunal que hacía temblar a sus enemigos con la sola mención de su nombre, se pusiera unos grilletes de metal entregados por aquellos que mataban a los suyos y encima lo considerara un regalo. Pensé que ni siquiera un niño se pondría unos grilletes sucios, con una cadena unida a cuatro argollas para atar sus muñecas y tobillos, y más aún si ese “regalo” venía de las manos de alguien con quien pocas semanas atrás había combatido en una batalla cuerpo a cuerpo.
Y fue en ese momento cuando a fuerza de preguntarme, de documentarme, de imaginar, de querer saber, las voces comenzaron a hablarme, a no dejarme dormir, a colarse en cada descanso, a explicarme sus vidas, sus historias, la verdad de lo que ocurrió, su verdad. Una historia que no me dejó vivir hasta que la plasmé en la que ha de ser, si todo va bien, mi tercera novela, la más dura que jamás he escrito y probablemente la más dura que jamás escribiré, y que se fue dejando un vacío mayúsculo en mi alma y un temblor de vértigo en mi corazón.
Una de las pocas personas que la ha leído es mi compañera, la verdadera dueña de la casa del oro, y sus palabras no pudieron ser más alentadoras. También ella se vio cautivada, no por mi capacidad escritora, más bien justa, sino por la inmensa historia que he tenido el honor de contar y que hoy ha llegado en forma de obra de arte de la mano del artista Enrique Royo. Muchas gracias a ella por tan inmenso regalo que me ha llegado al alma.

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