A las ocho de la mañana, un día cualquiera, la señora W. se nos desplomó en la puerta del proyecto, gritando que le ardía la cabeza. La acompañamos al hospital público, pensando que, detrás de las formas netamente culturales de manifestación del dolor (la señora estaba dictando sus últimas voluntades, convencida de que Satán había venido para llevársela) subyacía una migraña.
Según llegamos, le dieron una inyección de Diacepán (Valium), para tranquilizarla. Allí la dejé, a la espera de que pasara un doctor a visitarla. Volví por la tarde, y me alargaron un papel con la receta de las medicinas que necesitaba. Así, a bote pronto, le habían prescrito:
- un antidepresivo
- el Valium para dos semanas
- un antipsicótico (Haloperidol)
- un antibiótico para el tifus y las fiebres tifoideas
Nótese que el único síntoma era dolor de cabeza. Mucho dolor de cabeza.
Busca que te busca, encontré el doctor que había escrito la receta. Le pregunté (educadamente, que voy aprendiendo) por qué había prescrito medicinas para tratar un trastorno de la personalidad:
_ Porque tiene un trastorno de la personalidad– me respondió
_ Pues hasta esta mañana era normal– le refuté
_ No lo sé. No la conozco. Que se tome esto y se vaya a casa y se lo siga tomando- concluyó
Decidí entonces dejarle sólo el antibiótico. Lo demás, me lo metí en la bolsa y lo tiré al wáter cuando llegué a casa. Me quedé sólo el Valium porque tenemos que ir a buscar un gato a una casa y no se deja coger. En cuanto averigüe la dosis para atontarlo, me servirá el Valium. La señora, entre seguir las indicaciones del doctor (que no le había explicado nada) y seguir las mías (que sí le expliqué todo) decidió seguir mis indicaciones.
En dos días, la señora estaba como nueva.
Viene la anécdota al caso para ilustrar una reflexión que me ronda frecuentemente: cómo las circunstancias fuerzan a veces la toma de decisiones para las que no estoy absolutamente capacitada. En esta ocasión, la señora se curó. Igual que se curó, podíamos haberla encontrado ahorcada en su casa. Y eso sí habría sido una cagada. Una cagada mía.
Porque, como bien nos enseña Grey’s Anatomy, antes o después la cagas siempre. Vas librando, vas librando, y un día tomas una decisión que tiene como resultado la muerte de alguien. No tiene por qué ser una decisión tan drástica como retirar una medicación. Puede que la elección del hospital al que decidas acudir (lo lejos que está, el transporte…) condiciones la vida o la muerte de la persona.
Por ejemplo, para la niña Ch., decidí que no necesitaba incubadora. Decidí que mandarla a una ciudad con hospital con incubadora suponía un riesgo demasiado elevado de que la madre se pirara, y decidí ingresarla en un ambiente más controlado y protegido. Sin incubadora. Según todos los protocolos médicos, la niña necesitaba incubadora. Nunca estuvo en una. Tiene dos años y está preciosa. Junto a su madre.
Por ahora, siempre me he equivocado haciendo de más que de menos. A veces he corrido cuando no hacía falta. Por ahora, siempre he corrido cuando había que correr. Unos amigos míos, en un proyecto similar al mío, se lamentaban de no haber corrido lo suficiente. Según ellos (ambos dos trabajadores sociales), no supieron ver la gravedad de las condiciones de una niña de un año y medio, que falleció en un hospital.
Y es que ese consuelo, que parece tópico, que parece circunstancial, que parece vacío –“se hizo todo lo que se pudo”- para una gran parte del mundo es, simplemente, una utopía. Porque hay hospitales (y clínicas, y doctores, y curanderos, y enfermeros) que ya no es que no te curen. Es que te matan.
Al final, en esta ruleta rusa de la responsabilidad que a veces es el asistir a gente vulnerable, el único consuelo que te tiene que quedar es que, al menos, la cagaste haciendo lo que entendiste era lo mejor para esa persona. Que hiciste lo mismo que hubieras hecho por tu familia (pensando que mantener ese nivel de atención y ese tiempo, con un número de beneficiarios altos, es extenuante). Y que a ti, al menos, las cagadas se te aparecen en sueños durante mucho, mucho tiempo.