La ciudad está llena de ángeles caídos. No son visibles para cualquier mortal. Yo los estaría viendo y creo que algunos perros también. Lo sé porque cuando los ven, suben sus hocicos y orejas, en una actitud entre amistosa y recelosa.
Ya sé, ustedes piensan que estoy alucinando, les aseguro: también alucino.
Tienen la tez pálida, y en algunos especímenes se divisan diminutas líneas violáceas y azuladas que rozan la dermis. Sus ojos color azul líquido -enormes- miran asombrados el cielo, hoy inalcanzable. Tanto cielo y tan lejos para ellos -para mí ni hablar-. Hasta el arco iris marchó hacia otros lares, dejando vacante y desierto al firmamento.
¿Si tienen alas? Pues claro, pero están algo mojadas y marchitas, simplemente yacen al costado de sus cuerpos, entregadas a la eternidad del limbo. Sospecho que el combustible necesario para batirlas no estaría llegando desde los órganos vitales hacia éstas, por eso es que parecen más a punto de caerse que a punto de remontar. ¿Serán ángeles que ya no se enamoran?
Dejaron de ser criaturas salvajes, libres y atrevidas. Alguien les dijo que tenían demasiadas ganas de volar para tan poca tierra. Vino un tal Pepe y los bajó de un hondazo. Que a la realidad se la atiende, pero siempre a ras del suelo. Venga a comprar el cartón de leche entera y la carne trozada para el guiso de la noche, y a pagar la cuota de Visa. Así es como se convirtieron en casi ciudadanos. Creo que ya están tan mimetizados que por eso mismo pasan desapercibidos.
Andan disfrazados de hombres grises, empleados en blanco y negro, choferes, letrados y contadores, hasta el hombre de la calesita fue suplantado por uno de ellos. Andan a pie, en autitos que parecen bólidos blancos o en bicicletas con canasto. Algunos son mujeres regordetas que caminan por la mañana rumbo al mercado con la bolsa ecológica verde que dice algo con “Eco”. Otros son seres extraviados de miradas esquivas y oscuras. Parecen haber ingerido algún psicotrópico de acción prolongada.
La condición de ángel caído es totalmente inclusiva, generalista, y para todos: igual que la factura de luz y del gas. Es decir, simple mortales se han convertido en ángeles, y sin pasar precisamente por la etapa previa de volar: derecho a la caída.
El punto de encuentro puede ser el súper de los chinos, preferentemente a primera hora de la mañana o en las últimas de la tardecita; aunque algunos con vestigio de intelectualidad prefieren la biblioteca del barrio, y otros más capitalistas el Banco de la Provincia.
Los que se juntan en el súper recorren los pasillos empujando desobedientes carritos de metal y cuatro ruedas, estos putos carros que no van para donde uno quiere. Es infaltable el acto de ir hasta la verdulería y mirarse en los espejos que hay sobre los estantes de las verduras. Se miran, confirman, imprimen la imagen en la retina y siguen circulando sin hacer contacto visual con nadie más. Está certificado: el cielo ya no es de ellos y Dios se parece cada vez más al Sr. Chuang que atiende la caja.
Dos por tres alguien intenta rescatarlos. Tal vez ávido de publicidad o en colaboración con algún laboratorio. Los inyectan, los duermen y los despiertan, los encierran, los dejan libres…
Pero no hay nada que hacer. Mientras el mar agoniza y se diluye lo que queda de inocencia; en la arena húmeda que recién besó la lengua del mar sólo quedan corazones rotos y ángeles caídos.
Patricia Lohin
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