Aniversario

Publicado el 29 noviembre 2009 por Ramongil


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mso-line-height-rule:exactly">Elisa Lázaro mira a través de la ventana de su oficina un manto de nubes. Terminó el trabajo y ahora espera que llegue la hora de salir. Espera y mira a través de la ventana. Las nubes no le sugieren nada, son manchas grises, casi negras, "nubes muertas" piensa Elisa. No quiere recordar pero recuerda los días en los que el cielo traía formas vivas: una viejecita desdentada con sombrero, decía su hijo; ahora un violín, mira, mira mamá, mira como suena. “¿Qué te pasa?”, le preguntan. “Fue una lágrima”, piensa y no responde. Le duele la cabeza. Desea estar en casa y descansar.
La hora llega, recoge las cosas y se pone su abrigo de paño verde. En la calle no hace frío pero el abrigo lo soporta bien. Camina despacio. Se para en un semáforo, una mujer se le acerca y le pide una limosna. “Sea buena”, dice la mujer con la mano extendida, una mano sucia con surcos muy profundos. Esa mano parece herir a Elisa que quiere huir pero no puede; se queda muy quieta y la mano le roza el brazo. Cree entonces que la mano tiene vida propia y se atreve a mirar a la mujer porque no es ella la que habla, es la mano que dice incansable “Sea buena” tocando su brazo. Elisa ve una cara con la piel gastada y con dos cicatrices, una debajo del labio en forma de uve y otra en la mejilla derecha que va desde el nacimiento de la oreja a la comisura del labio. Ve también los ojos de la mujer que la miran, unos ojos pequeños de color miel con un mechón de pelo negro y lacio cayendo sobre ellos. Elisa busca una palabra que encuentra y no dice.
Al llegar a casa se descalza y se acuesta en la cama. “¿A quién iba a hacer yo daño?”, se pregunta. El dolor no le pasa y decide tomar una pastilla. Coge una revista y lee unas frases de un reportaje sobre viajes. La pastilla, amarga, se disuelve en su boca. Se detiene en las fotografías, le llama la atención una vista aérea de una isla tropical sobre una leyenda que dice: “Más fácil que imaginarlo. Ven”. Es una playa blanca, el mar es azul turquesa y se confunde con el cielo. Elisa escribe “¿Aquí?” en el cielo de la isla. Deja la revista, aprieta el dedo índice sobre la sien y se queda dormida.
Despierta de repente abandonando la deriva profunda de un sueño que no recuerda. Sin saber todavía quién es ni dónde está se abraza a la almohada. Al fin se levanta, va al baño y se ve en el espejo. No tiene hambre pero necesita salir. Se cambia de ropa: elige un traje de chaqueta morado, se pone unas botas negras, se arregla el pelo y se pinta los labios de un rosa pálido. Coge un bolso también negro y en él guarda la revista.
La tarde es húmeda y Elisa siente el frío y la amenaza de la lluvia. Se arrepiente de haber elegido el traje morado. Ve una pastelería y entra. Hay una hilera de mesas y todas están vacías. Va a la mesa del fondo. La dependienta la atiende enseguida. Pide un chocolate caliente, un vaso de agua y una milhoja de crema. Varias personas entran y compran. Nadie se sienta a tomar algo. Saca la revista y la deja encima de la mesa. Le sirven el chocolate en una taza grande de porcelana amarilla, está espeso y muy caliente; la milhoja viene espolvoreada con canela y con un adorno de caramelo líquido. A Elisa le agrada está forma de presentar el pastel.
Pasa las páginas de la revista hasta llegar al reportaje sobre los viajes. Cuando alza los ojos ve que un hombre y un niño se han sentado en la primera mesa. Los mira fijamente unos segundos y calcula que su hijo tendría la edad de éste. Se obliga a volver a la revista. Empieza a leer susurrando para escuchar su propia voz y alejar los recuerdos. Lee: “San Petersburgo es un lugar ideal para los amantes del ballet y la ópera. Existe la posibilidad de ir a uno de los teatros más famosos del mundo, el Teatro Marrinsky, antes llamado Kirov...”. Piensa en San Petersburgo y en que le gustaría, en una noche de invierno, ir a la representación del ballet. Aunque sabe que no sucederá se lo imagina con todas sus fuerzas, repite varias veces el nombre “Marrinsky” arrastrando las erres, lo dice con una voz tan alta que ella misma se da cuenta y se asusta. "Debería irme" piensa. El hombre y el niño siguen sentados dándole la espalda. La dependienta les ha servido dos tazas amarillas iguales a la suya. El hombre es grande, tiene algunas canas y está bien peinado, lleva una gabardina beis y unos zapatos de piel; el niño viste una sudadera azul muy gastada con el número 43 bordado en blano. Tiene el pelo revuelto. Se ha descalzado y está sentado sobre una de sus piernas mientras balancea la otra rozando con el pie descalzo unas zapatillas de tela fina, muy sucias y deshilachadas. Elisa observa las zapatillas. Piensa que algo no está bien. Le asalta la idea de que la muerte de ese niño es inminente.
El hombre alza el brazo y pasa la mano por la cabeza del niño, agitándola levemente en un gesto cariñoso. El niño se ríe pero a ella le parece una risa forzada. Él ha dejado caer el brazo sobre el hombro del niño. La dependienta sale del mostrador y les lleva una bandeja de pasteles. Les dice algo que ella no puede oír. Le extraña que se dirija al niño que permanece agarrado por el brazo del hombre. “También sospecha”, piensa Elisa y al pensarlo todo se desvanece.
La golpea el dolor. Miles de alfileres se le clavan en el cerebro y caen atravesándolo. Cierra los párpados y con una mano presiona la mesa. Cada alfiler que cae es un pinchazo profundo de luz. En esos momentos el tiempo se detiene. El último alfiler le alcanza los ojos y cuando los abre no ve más que una oscuridad distinta, blanca. Apenas puede respirar. Ve la sombra de la dependienta que está detrás del mostrador, las sombras de ellos también siguen ahí. “Haz algo”, desea. “No son padre e hijo, no pueden serlo”, piensa las palabras como si se las estuviera diciendo a la dependienta y ella pudiera escucharlas. Ve los cuerpos igual que cenizas encendidas. Tiene miedo y quiere llorar. Las luces blancas se van apagando y el espacio vuelve a recuperar sus formas. Entonces la atraviesa un pensamiento que le causa vergüenza: “Es una buena acción. Se lo ha encontrado desvalido y lo ha invitado, eso es todo”. Le arden las mejillas.
El hombre y el niño se levantan, el hombre es más grande de lo que imaginó en un principio. Se despiden de la dependienta y van hacia la puerta. En ese momento el niño se gira y la mira directamente. Tiene los ojos brillantes, los labios manchados de chocolate. Ella también lo mira, examina su pequeña cara y cree entender su mirada. En la mente de Elisa se agolpan imágenes del niño gritando sin voz. Son imágenes nítidas y precisas que la paralizan. El hombre toca suavemente el brazo del niño y le dice: “Vamos”. Los dos salen y se pierden en la calle. Elisa permanece inmóvil. Dirige la vista al lugar que ocupaban y ve que las zapatillas siguen allí, debajo de la mesa.
"Va descalzo. El niño va descalzo", dice. La camarera la mira y se acerca. "El niño que estaba ahí", y señala la mesa, "va descalzo ¿Cómo es posible? ¿Cómo es posible? ¿No las ve, allí, las zapatillas?". Se intenta levantar apoyándose en la mesa, y al hacerlo le falla la mano y desplaza la revista que cae al suelo abierta por la página en la que sobre un cielo sin nubes está escrito "¿Aquí?".



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margin-left:1.6in;margin-bottom:.0001pt;text-indent:.0in;line-height:18.0pt;
mso-line-height-rule:exactly">Ilustración: Carolyn Cole, Blue 70912

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