Arno Rafael Minkkinen
La estancia está vacía. Hago tres o cuatro pasos sobre el piso de madera, y escucho mis ecos sonoros tropezar y darse de cabeza contra las paredes.
Me arrodillo de cara a la ventana desprovista de lienzos y cortinas. Y yo, que no sé rezar, cierro los ojos y digo mi plegaria: “Señor te pido: no más deudas, ni acreedores, no más mafiosos enamorados apostados en la esquina de la plaza listos para el apriete; no más sonrisas debajo de las sábanas ni más sábanas de algodón blancas, no más colchas bordadas a mano, no más robar tus anteojos de arriba de la notebook. No más escucharte reír o refunfuñar, no más jazz ni folk ni soul. No más tango, no más muerte ni reinicios. No más pérdidas, porque ya no las soporto.”
En vez de decir “Amén” digo “Cobarde”, con la seguridad de que tendrá el mismo efecto: ninguno. Los de arriba se ríen, los de abajo se cagan en las súplicas, y nosotros seguimos creyendo que pedimos algo y lo obtenemos.
Quiero irme sin mirar atrás, como hacen las heroínas del cine en blanco y negro. Quiero tener la boca color carmín, un pañuelo en la cabeza y partir olvidando el lugar, la calle, la numeración; dejando la ropa blanca colgada en la calesita para que la lluvia y el sol la vuelvan hilachas o algodones desvencijados, que desesperados se cuelguen caprichosos sobre las ramas casi muertas del invierno en los arroyos.
Pero miro atrás y me atrapa tu olvido voluntario sobre el piso. Un libro firmado en abril y leído en primavera, ese que paseamos desde la mesada hasta la silla, del auto a la mochila y de ahí al canasto de la bicicleta, para volver a estar sobre la cama; enredado junto con mil cosas más, mis piernas sobre el edredón; y yo riendo del pobre autor desesperado ante la prohibición de escribir cartas de amor.
Vuelve a mi memoria el recuerdo de tu mesa de luz improvisada con una pila de libros fundamentalistas e infumables, y del otro lado de la cama, mi mesa llena de cuentos, recortes, fotos, notas, doncellas y cuentos de hada.
El primer día que nos encontramos en este piso, los gorriones se posaban en las barandas del balcón, mientras las ramas de los árboles de la calle besaban las ventanas con sus extensiones de hojas verdes, apresuradas, inquietas, insurgentes… como vos y yo. Y ese mismo día, horas más tarde leíamos en la página 93: “Es difícil la vida de los que aman a una mujer”. Lo sé, porque abajo puse la fecha con tus iniciales.
Es difícil la vida de los que aman. Punto. Puta madre.
Arno Rafael Minkkinen
Afuera la luz de la calle que proviene de los faroles va creando sombras y fantasmas en las paredes del departamento. En la cocina ya no quedan ni cerillas ni polvo de canela, se extinguieron los aromas y esa pulcritud despampanante hace más infinito aún el vacío, el vacío que extiende un hielo frío desde mi nuca hasta mi cintura. Estoy cansada de sentir frío.
Un cable muerto se enrula sobre la mesada y mis oídos se estremecen con el tintineo de los carrillones que olvidamos colgados.
En un acto final de masoquismo, te adivino parado en el marco de la puerta, con una luz detrás que proyecta una sombra sobre el piso y que casi alcanza mis pies. Tu cabello alborotado, tu cabeza desordenada, tus ojos profundamente ubicados detrás de unos cristales, los nudillos de los dedos de tus manos sonando y el recuerdo de quien alguna vez vino por todo.
Ese todo que se anuda en mi garganta y lleva una inundación hacia mis ojos, esa palabra de cuatro letras tan insignificante y aburrida, con una triste vocal redonda que se repite.
¿Vos pensaste seriamente que yo cabía dentro de esa palabra?
El todo es la noche asesina que llegó hace horas sin piedad ni demoras, el todo es tu huída cobarde, el miedo lapidario, el tacto de tu mano que no toca, la palabra no dicha. El todo sos vos. Yo soy otra cosa.
Escucho correr agua en el baño. Algo que pierde. Nosotros que perdimos. Una fuga existencial. El agujero negro por el que se fueron tantas buenas intenciones, la caricia ensayada, y la primavera ficticia. El túnel por donde huyeron las lauchas y hasta las colillas de los cigarrillos fumados de contrabando.
Dejo que el humo lo llene todo. Da lo mismo el olor que quedará en el lugar si ya nos hemos fugado hasta de nuestros propios sueños.
Debo confesarlo.
Anoche casi te sueño.
Sin embargo, sólo me entretuve en un piso vacío, -vaya a saber de quién- y en tu silueta sobre el marco de una puerta, con una luz detrás y tu sombra proyectándose sobre mí casi hasta tocar mis pies, tu pelo revuelto, el libro con las cartas de no amor en tu mano …. tus ojos….
Y el frío del invierno que me despertó.
Patricia Lohin
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