“Amor no es literatura sino se puede escribir en la piel.” J.M.Serrat
Hace algunos años sucedió una de esas cosas que pasan en las redes sociales: un hombre y una mujer volvieron a localizarse después de treinta años.
Setecientos días, con todas sus noches y amaneceres incluidos duró el viaje bilateral de los corazones. Un encuentro es una celebración dijo ella. El no estaba listo para tanto baile, y los días fueron languideciendo uno junto al otro, hasta que ella quemó física y digitalmente todo resto de ese rejunte kármico.
Sólo dos cosas habían quedado guardadas: una carta de ella que emulaba una especie de grito ahogado frente a tanta impasividad y la respuesta de él, que llegó casi un año más tarde en forma de cuento.
Tal vez nunca nadie volviese a escribir algo tan acertado sobre ella.
El siguiente texto es una colaboración involuntaria y anónima de esa historia.
“Sentada frente al mueble de algarrobo del living, con la mano junto al teléfono y casi apoyada en un sueño, escuchaba atentamente.
Unas lágrimas que no entendían bien lo que escuchaba o lo que podía deducir de esa voz profunda y familiar; un dejo de hastío, un halo de pesadez y un extraño sinsabor. Comenzaba el dolor del amor colgado de un olvido, ese que una vez fue un recuerdo que nunca germinó.
Los pies cruzados, los codos sobre las rodillas y esa palabra salvadora que nunca iba a salir. Los recuerdos, las sonrisas y los amaneceres, jugaban entre los dos, y un final avasallante.
A veces los sueños no responden a un único llamado, entonces se fractura el tiempo, se diluyen las ilusiones, se esfuman las caricias y un rasgado recuerdo tambalea entre la paciencia, la ignominia y el desamor.
Procederes y pareceres que confluyen en un anonimato sentimental. Mientras con la mano libre jugaba con su pelo, ella presentía aquella predicción llamada final. Siempre soñó con llegar al borde del destino con él, pero el camino la iba encerrando sin darle chance alguna. Sus ojos miraban al frente, aunque realmente se la veía observar muy adentro; hacia afuera, el oprobio y la desidia jugaban la última carta de ese gran amor.
Ya de pie y pisando sus propias lágrimas, respiró profundamente y con las manos en los bolsillos, inventó una sonrisa y se animó a seguir (siempre pudo). Acomodó la alfombra, corrió el sillón y se recostó intentando recuperar su razón de existir.
Solía refutar las discusiones fatales, las desprolijidades del mal amar y a su vez, los amores egoístas que pelean en las plazas durante la siesta. Todo parecía embestir su integridad emocional; cruzaban por su mente, conjuros, falacias, leyendas y hasta los simples aforismos del diario, semejaban algo menos trágico. Los amores no siempre respetan los caminos, los hay rebeldes, furtivos y hasta los clandestinos, que nunca logran llegar, pero confunden.
Caminó hacia la habitación, dejó las sandalias y el pantalón. La camisola que compró en la India cuando viajaron juntos, como si fuese un capricho, la acompañó hasta camuflarse en un sueño profundo.
Aquella noche empezó a ser ella y desde las cenizas surgió tras una sonrisa, con una luz envidiable.”
Texto: colaboración
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