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Recuerdo cuando de niño los domingos por la tarde cogíamos una silla de casa y nos íbamos a la tienda de la señora María a ver la tele, la única condición era que te tenías que comprar algo –como diría Rajoy: chuches–. Cuando íbamos a permanencias también nos llevábamos nuestra silla.
Antonio, el marido de María, llegaba del trabajo los sábados por la tarde. Venía de Madrid en el mismo autobús que cogió el lunes a las cuatro de la madrugada. En la bolsa de viaje unas mudas limpias y embutidos, queso y pan del pueblo para los almuerzos en la obra y las cenas en la pensión, comer comía en la casa de comidas mas cercana (y mas barata). La movilidad geográfica, las dietas y las cuarenta horas semanales no constituían un problema para las empresas de entonces. Antonio nunca fue un problema para nadie.
Cumplía el arquetipo del español medio de su época: bajito, moreno, enjuto, fibroso y peludo. Sus manos grandes y desparramadas, con todo tipo cortes, yagas y cubiertas de vello negro hasta la primera falange de sus dedos, daban un poco de miedo. Comenzó en el andamio cuando cambió los dientes de leche y lo dejó al jubilarse con 65 años. Por el camino perdió el pelo y los dientes, y paseó con sus hijos los domingos por la mañana, como los divorciados de ahora. Aprendió a leer en su larga mili de tres años, no había tiempo ni dinero para escuelas. Su tiempo de escuela le tocó vivirlo durante la guerra civil, y fue un colegial sin colegio. Vivió la adolescencia y la mili en los duros años de posguerra. Nunca se quejó, nunca estuvo enfermo.
La mayoría de los paisanos y coetáneos de Antonio se iban de quincena al campo. El carro y las mulas les llevaba pacientemente al corte, que no abandonaban hasta dos semanas mas tarde por necesidades de intendencia e higiene personal, mayormente. En los días en el pueblo el tiempo de asueto era mínimo, el mantenimiento y reparación de aperos, carruajes y herramientas varias, ademas de la alimentación y cuidado de animales, necesitaba una dedicación casi exclusiva.
Hombres que daban miedo a un niño de cinco años y que ahora son venerables e indefensos ancianos. Hombres que consiguieron que no fuera necesario llevar nuestra silla a permanencias; que lucharon para que nosotros fuéramos colegiales con colegio y adolescentes insoportables –como debe ser–, y no niños yunteros como fueron ellos. Hombres que no necesitaban gritar en su casa –una mirada lo decía todo–, que no necesitaban firmar papeles para cerrar un trato.
Venerables e indefensos ancianos que construyeron este país con sangre, sudor y lagrimas.
Ahora, hombres que nada tienen que ver con Antonio, de manos suaves y grito fácil, codiciosos y encorbatados, están consiguiendo que todo se vaya al carajo. Grandes ejecutivos que se han gastado lo que no era suyo en donde no debían y sin pedir permiso. Tipos engominados que ademas de cargarse lo que tanto trabajo costó construir, ahora culpan a Antonio. Argumentan que son muy caras sus medicinas; que no nos podemos permitir el colegio de sus nietos; que no podemos pagarle a la chica que le ayuda una hora al día, dos días en semana; que es muy costoso mantener el centro en el que hace terapia la nieta de su amigo José, con parálisis cerebral.
Políticos y financieros que están desmantelando el estado de bienestar social con excusas muy discutibles. Individuos de trajes caros y zapatos italianos, cuya codicia nos ha llevado hasta el punto en que nos encontramos. Individuos que no serian capaces de mirar a Antonio a los ojos sin cagarse en los pantalones, pero que quieren echar abajo todo por lo que luchó desde que era un niño al que nadie enseñó a leer.
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