Revista Fotografía

Antroxu del 60, una de maestros. Por Max.

Publicado el 02 enero 2011 por Maxi

Pese a nuestros pocos años, el calificativo de ser buen maestro, nos tenía un poco mosqueados. Hacía poco más de un año que se había ido don Octavio –desasnador oficial de varias generaciones de compatriotas- y era unánime el consenso en considerarle un buen maestro, eso sí, practicante habitual de las enseñanzas de la vieja escuela inglesa “del palo y tente tieso” A la llegada de los fascistas, estuvo en un tris de ser depurado, ya que había fundadas dudas en su contra, como posible desafecto al cruel régimen, puesto que uno de sus hermanos -también maestro- había sido partidario de la admirable, Institución Libre de Enseñanza, entronizada durante la breve II República y que había llegado a crear en tres años, la friolera de casi 15.000 escuelas. Este hermano mayor, en un oscuro episodio, había resultado muerto por las hordas franquistas. En defensa de don Octavio –sin sacarle los trapos al sereno- tengo que hacer constar: que en su escuela, jamás se entonó “el cara al sol” y demás himnos de exaltación fascista, y por supuesto “la internacional” tampoco.

Nuestros mayores nos sentenciaban entonces, muy apenados: “¡Seguro que como él no vendrá otro tan bueno! ¡Bien que lo vais a echar de menos!” A lo de “echar de menos…” responderé que: aunque entonces no éramos conscientes, sabido es que el futuro es incierto, y que las cosas tienden a empeorar por naturaleza, en cuanto al término de “bueno” no le terminábamos de coger el punto en toda su extensión, en este caso no quería decir que fuese buena persona –que seguramente también lo era- se refería a que era recto y fiero ¡como debería ser todo enseñante que se preciara! Si se le metía en la cabeza que en la fiesta de Santana los críos no debían traspasar la línea que marcaba la zona del baile de las parejas agarradas, había que llevarlo a rajatabla, o que le diese por aparecer de improviso por el baile del Toral y en menos de dos segundos abandonaban el recinto por las ventanas –poco menos que volando- nutridas bandadas de jovenzuelos, tal como si la rapiega se hubiese colado en un gallinero.

Si era necesario partirle la cara a uno de aquellos arrapiezos, o zurrarle la badana a conciencia al más pintado, se hacía sin remordimiento y sin despeinarse. Aparte que contaba con la aviesa complicidad de los padres ¡Ni se te ocurriera quejarte del maltrato propinado por el maestro! por que te hacías acreedor a llevar otra somanta de palos en casa ¡ya que algo malo habrías hecho! ¡Cuánto cambiaron las cosas! ¿Verdad?

Tanta era la fe y confianza depositada en las dotes del viejo maestro, como alfarero de tiernos espíritus, o enderezador de árboles un poco torcidos, así es que nos vimos condenados, la mayoría de los escolinos del pueblo -durante todo un curso- hiciese sol, nevase o ventase, a tener que desplazarnos a diario, alrededor de tres kilómetros, por malos caminos hasta la capital del concejo, detrás de sus sabias y bondadosas enseñanzas, aunque para ello tuviésemos que pechar con el inconveniente de madrugar una hora antes, comer fuera de casa, y gastar la suela de zapatos, alpargatas o chanclos, hasta dejarlas como papel de fumar.

Bien es verdad que en compensación, la mayoría teníamos buena letra, las cuatro reglas también eran artículo de dominio general, aunque hubiera sido fruto de algún que otro descalabro accidental –daños colaterales que dirían ahora- y soportar en pantorrillas y manos, las filigranas y arabescos dibujados por la cimbreante vara de avellano, merced al diestro manejo de la misma que reportaba el don. Todos sabíamos cantar a grito pelado, la tabla del siete, y es que por aquellos tiempos estaba de moda y hacía furor, la máxima que decía que: “la letra con sangre entra” Así que nada que objetar a que de vez en cuando apareciese algún mocoso, con los morros partidos. O que por obra y gracia del espíritu santo, de su nariz, u oídos -o entrambos a la vez- comenzase a manar un rojo manantial, que casi siempre coincidía con la administración de un justo y merecido castigo corrector, por parte del sabio maestro.

Así que cuando fue destinado al pueblo un nuevo maestro, era todo un jovenzuelo –apellidado Barrio- que conocíamos como “el cazurro” recién licenciado de milicias, usaba gafas graduadas, tenía los labios finos y portaba una sonrisa un tanto cínica, buen mozo, llevaba la cabeza un poco ladeada, como si le pesase…(sería por lo grande) Se instaló de posada en casa de tía Josefa, y la verdad sea dicha, tan cercana vecindad, en principio a los tres primos, no nos hacía ni una pizca de gracia. Considerábamos que aquel inmigrante castellano, instalado a la fuerza en nuestros dominios, venía a perturbar la idílica paz del aislado barrio.

Cuatro chatas casitas de un piso, formaban el apartado barrio del Río, perteneciente al pueblo de Prado. Una de ellas, aparte de vivienda también era molino, se hermanaban y daban la mano mediante pistas polvorientas. A los habitantes del reducido núcleo les unían estrechos lazos familiares.

Era sábado, un día feriado, sin clase, nada de olor a tinta, a cuadernos nuevos, a maestro mandón. Aquel fin de semana se celebraba el Antroxu, así que sudorosos y cansados de jugar a la pelota dentro de la cocina de los abuelos, aprovechando que estábamos enterados que ese tiempo de carnaval, también era propicio para llevar a cabo alguna diablura de enmascarados, y que la anciana acababa de subir del molino, decidimos pedirle a la abuela:

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        -¡Seguro son dos niñas del pueblo!

         

        Ya que juzgaba que los críos no se atreverían, no tenía en cuenta que aunque uno era muy tímido, el otro era atrevido y guerrero, y como bien lo había definido, el mismo en cierta ocasión: “era capaz de reírse hasta de su propia sombra” Las manos le quedaron calientes, y las estuvo soplando un buen rato, eso sí en un acto de cobarde impotencia, nos arrojó los chanclos de goma que estaban a la puerta, lo que aprovechamos los chiquillos para esquivarlos y tomar las de Villadiego, acercándonos al pueblo con la sana intención, de meter miedo a todo bicho viviente que nos saliese al paso.

        Seguimos camino en dirección al pueblo, sin dirigirnos a casa de la abuela, sabedores que éramos observados por los frustrados desenmascaradores, y también por no delatarnos. Entre un cierto temor por las consecuencias, lo que más nos alegraba, eran los palos que por una única, vez se habían vuelto contra el maestro. El que hubiese probado su habitual jarabe de palo, con vara de avellano, nos llenaba de gozo, y más confiando en la impunidad.

        Llegados al Cantón debajo de la panera comunitaria, dimos alcance a Ubaldino al que acorralamos, no nos había reconocido y le entró pánico, de verse en manos de aquella siniestra pareja de viejos, comenzando a llorar como una pipera, lo que nos obligó a quitarnos las caretas un instante, para tranquilizar a nuestro compañero de escuela.

        Seguramente con el tiempo, el joven maestro llegaría a conocer la identidad de quien le había propinado los palos (terminó sus labores como docente, en el barrio de La Calzada de Gijón). En la escuela el lunes siguiente, se limitó a denostar aquellos ritos paganos, que anulaban la identificación personal y que bien podían dar pie a perpetrar hasta horrendos crímenes, aparte que el Régimen –tan previsor el- también los consideró durante muchos años, perversos e ilegales. Para recuperar totalmente el espíritu tradicional de la Fiesta del Antroxu, como ahora tiene lugar en el clásico Descenso Fluvial de la Calle Galiana –en Avilés- tendrían que pasar muchos años…

        Antroxu del 60, una de maestros.  Por Max.

        Antroxu del 60, una de maestros.  Por Max.

        Antroxu del 60, una de maestros.  Por Max.

        Antroxu del 60, una de maestros.  Por Max.

        Antroxu del 60, una de maestros.  Por Max.

        Maestro Barrio y los dos protagonistas.

        ¿Te atreves a adivinar quienes son? Aparte del maestro están en la fina superior.

        Antroxu del 60, una de maestros.  Por Max.

        Antroxu del 60, una de maestros.  Por Max.

        Descenso fluvial de la calle Galiana

    2. -¡De acuerdo! –aceptó gustosa, ya que tenía por delante un par de horas, antes de que le reclamase de nuevo la atención de la molienda.

       

      En la semi oscuridad de la cocina, nuestra vieja y querida abuela, permanece de pie, tiene las crenchas canosas cubiertas por un pañolón negro, y se muestra afanada ultimando la compostura de los disfraces de los dos rubios y risueños nietos, que no se están quietos ni un segundo, dando saltos de alegría. Hasta la cara nos ha tapado con sendas y ralas fardelas viejas, a las que ha practicado un par de agujeros para los ojos, estábamos irreconocibles. Uno va vestido de mujer, con una saya larga que le cubre hasta los pies, lleva un apretado cinturón de la misma tela y un pañuelo prieto en la cabeza, que contrasta con la blancura de la careta; la pareja va de viejo, pantalones de mahón azul, chaleco y chaqueta raídos, y adornados con varios costurones, boina oscura bien calada, tapándole la careta fardelera y el pelo por arriba. El lleva en la mano, el recio bastón del abuelo, ella porta una fina y pelada vara de avellano. Tiene humor la anciana, ella sola en un periquete confeccionó los disfraces con ropas viejas, recordando sus tiempos de juventud, y eso que es época de molienda y anda atareada, el riachuelo va crecido y el molino cada poco le pide ser alimentado, se muestra feliz y disfruta de ver contentos a sus dos nietos.

      En principio nos dirigimos, sin malas intenciones, a gastarle una broma al cercano primo. Vamos cogidos del brazo, dibujando la estampa de una pareja de viejitos sobre el puente, continuamos hasta subir el par de escalones que nos acercan a la puerta, donde aplicamos unos fuertes bastonazos, para llamar la atención de las gentes que habitan la vivienda, y que era donde tenía la posada el maestro, y dio la casualidad que este se encontraba cenando, interrumpiendo el refrigerio para ver aquellos enmascarados que picaban a la puerta.

      El primero en aparecer fue Jose Antonio, después la tía y renglón seguido el primo y el maestro…al ver aparecer la conocida silueta del maestro, enmarcada en la cancela, hubo un instante en que nos sentimos cohibidos, nos invadió el miedo, pero al notar que no éramos reconocidos, nos animó y haciendo de tripas corazón proseguimos con la bulla, tampoco era momento de rajarse, todo ello sin pronunciar una palabra, ya que temíamos ser reconocidos por la voz. Se notaba en sus rostros expectantes, el deseo de descubrir la identidad de los llegados, así que muy zalameros nos invitan a pasar, invitación que rehusamos, seguros de que era la disculpa para echarnos mano y descubrirnos. Entre risas y disputas, el joven maestro hizo ademán de querer sujetar y quitarle la careta al de la boina…

      Mientras tanto la vieja abuela, desde la vecina casa, muraba la jugada detrás de los cristales con la luz apagada, disimulada y escondida entre los visillos.

      La compañera viendo a su pareja agredida, aprovechando el impune anonimato, vino a propinarle un par de estacazos con todas sus fuerzas al maestro, que hicieron soltar la presa y retroceder a este, y desistir de quitarles la máscara a los dos llegados, mientras le decía a la tía Josefa:

  2. -Buela ¿Por qué no nos preparas unos disfraces, para ir a asustar al otro primo, o meter miedo a los amigos?

     


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