Cuando yo tenía 11 años me pusieron ortodoncia, uno de esos aparatos llenos de hierros punzantes y traicioneros que inundaban mi boca y me provocaban pesadillas cada dos jueves, cuando el dentista me los apretaba "sólo un poquito más".
Lo que en principio iba a ser sólo un año y medio de sufrimiento se acabó convirtiendo en cuatro, pero le eché toda la paciencia que me era posible y al final ya me había yo acostumbrado a mis aparatos y los había asimilado como parte de mí. Ponérmelos y quitármelos para comer, limpiarlos por las mañanas, ir a las revisiones quincenales de los jueves, etc, formaban ya parte de mi rutina diaria e incluso llegué a acostumbrarme a esa nueva imagen pseudo-robótica de mi sonrisa en el espejo.
Pues bien, cuando me quitaron la ortodoncia algunos años después, yo estaba eufórica y me presenté en clase con un sonrisón del tamaño de Cuenca (¡atención, alienses!) y ganas de comerme el mundo. Me veía más guapa que nunca, los demás fliparon con lo bonitos que me habían quedado los dientes y llegué a olvidarme del dolor de los jueves para siempre.
Pero sucedió algo que no me esperaba. Cada noche, cuando me ponía el pijama y me metía en la cama para dormir, me sentía inquieta, extraña, nerviosa. Tenía esa sensación de cuando te olvidas algo y no sabes qué, así que me ponía a repasar durante un buen rato a ver qué me olvidaba hasta que movía mi lengua a lo largo del paladar superior para rozarme con los hierros de la ortodoncia, igual que había hecho siempre que estaba nerviosa. Ese gesto me había acompañado durante media adolescencia y ahora ahí estaba mi lengua, inocente, buscando algo que ya no existía. Eso era lo que me olvidaba: ponerme la ortodoncia para dormir.
Pasaron varios meses hasta que me hube acostumbrado a no llevar aparatos en los que me costaba horrores dormirme sin ellos empujándome los dientes poco a poco. Es curioso cómo nos acostumbramos al dolor de esa forma, y lo asimilamos tan bien a nuestro mundo cotidiano que cuando ya no está casi nos entristecemos y lo echamos en falta.
Ayer me acordé de esta anécdota mientras te miraba y te escuchaba decir tonterías acerca de marcas en la cara, de mentones raros y demás chorreces. Tú sigues empeñado en aquello que te hacía daño en tu adolescencia, sigues creando en tu mente una ortodoncia invisible porque sin ella sigues sintiendo que te falta algo.
Pero yo sólo veo un cisne, y te lo repetiré todas las veces que sea necesario hasta que tú también puedas dormir a pierna suelta sin aparatos.