Hace dos o tres días en la
provincia de Ávila (creo) se produjo un violentísimo choque frontal entre dos
vehículos, a consecuencia del cual fallecieron cinco personas. Uno de los
fallecidos, el conductor de uno de los vehículos con 89 años de edad. Más allá
de otros condicionantes del accidente, me encantaría que alguno de estos
ilustrados que con tanta delicadeza manejan nuestros destinos, me explicara con
suficiente lógica y sentido común por qué a una persona con esa edad todavía se
le permite conducir. Si existe una edad legal para iniciarse en estas lides,
también tiene que existir esa edad legal que prohíba al individuo conducir. Y hay
muchos argumentos sólidos para aplicar esta medida. El primero, y más lógico:
ante una situación de peligro, no se tienen los mismos reflejos con treinta o con
cincuenta años que con ochenta.
Aquí
no se trata de discriminaciones, ni similares. Únicamente hay que aplicar el
sentido común. Y esta medida quizás también habría que aplicarla en la primera
fase; es decir, cuando el individuo cumple dieciocho años y aprueba el carnet
de conducir. Tampoco es correcta esta edad porque a esta edad, una persona
carece de experiencia y habilidad suficientes para controlar esa gran máquina
que, con un motor potente, enseguida que pisas el acelerador se convierte en
una mole de hierro, cables y combustible difícil de manejar, sobre todo si a
esta imagen tan bucólica se la adorna con un baño de pastilleos varios y
alcohol.
Se
va a poner en marcha un nuevo Reglamento de Circulación, pero ya cruje desde el
minuto cero porque vuelve a flaquear en sus estructuras más íntimas. Ese afán
desmesurado y casi feudal de los radares es kafkiano. Pretendemos dar muestras
de autoridad en las carreteras cuando obviamos las raíces fundamentales de
cualquier reglamento. Hay que construir unas bases sólidas en las que se
concrete y se ajuste a una aplicación elemental del sentido común en relación a
las edades correspondientes para iniciarse en el arte de la conducción y para
abandonarlo. Mientras no partamos de este elemento tan esencial, con su
correspondiente debate social, para redactar un reglamento que verdaderamente
piense en el individuo y no en unos afanes edulcorados y medievales de autoridad
y recaudatorio, vamos por muy mal camino. Simplemente ponemos parches y
parches, pero la herida sigue sangrando, y huele a gangrena.