Iván de la Nuez
Ni por la patria ni por la fortuna. Los nuevos mecenas se enfrentan a retos menos épicos o rentables, aunque tal vez más complejos. En el mundo y aquí, donde seguimos a la espera de una Ley de Mecenazgo que, si por fin llega a ver la luz, nacerá tan anacrónica como aquella frase, “por amor al arte”, esgrimida como emblema retórico de los viejos tiempos.
Por estos predios, va quedando bastante lejos ese antiguo benefactor que, contra los elementos, fundía el destino de su riqueza con el de la nación. (De hecho, cuando hoy patria y patrimonio aparecen juntos, salta enseguida la sospecha de que no es para dar sino para recibir o, directamente, esquilmar). Pero también se desvanece el más reciente mecenazgo del Estado, que ya no regresará a la situación previa a la crisis; rebasado además por unas transformaciones creativas ante las que no consigue actualizar del todo sus modelos.
No se trata sólo de un cambio en la situación de los mecenas; se trata de una mutación sin precedentes de la cultura por la que estos solían apostar. No es que estemos abocados exclusivamente a un cambio en el coleccionismo, es que ha cambiado el estatuto mismo de lo coleccionable. ¿Cómo apostar por obras que no sean fetiches? ¿Cómo financiar creaciones que no se traduzcan en objetos tangibles e intercambiables? ¿Cómo validar la producción, los procesos, o el preámbulo de unos proyectos dudosamente rentables? ¿Cómo asumir el tránsito entre un artefacto y un conocimiento? ¿Cómo distinguir, en fin, entre la especulación (económica) y la especulación (intelectual) que demandan los nuevos programas?
Estas preguntas, ciertamente, necesitan respuestas aquí, allá y en todas partes. Suponen tanto un emplazamiento global como local. Y obligan al reajuste radical de los criterios en una sociedad marcada por la desproporción entre la oferta y la demanda, abonada a la cultura del Do it Your Self de la autopublicación o la autoexposición.
El caso es que hoy contamos con más escritores que lectores, más artistas que espectadores. Y que todos, más o menos, hemos acabado como pluriempleados de nuestra propia precariedad. En esta circunstancia, el carácter prescriptivo del mecenazgo pierde el crédito del que disponía en el pasado, justo en un momento en que prestigio, dinero e interés nacional transitan por unos caminos que apenas se cruzan.
A todo ello, habría que añadir retos particulares. El primero: salir del estado de shock en el que ha quedado la cultura catalana después de la crisis económica, con la correspondiente merma de la financiación pública y privada en las artes. El segundo: redefinirse ante la simbiosis institución pública-dinero privado, en una época en la que los bancos -con sus colecciones, premios y espacios- se parecen más a un museo que a un patrocinador. El tercero: atajar la amenaza del éxodo creativo hacia ciudades en las que la iniciativa pública siempre fue más exigua y, por eso mismo, ha tenido mejor resultado el empuje privado a todas las escalas.
Tales retos, por otra parte, no se afrontan desde un campo desértico. La Fundación Sunyol o Vila-Casas, Cal Cego y Olor Visual, Isaac Andic o Harold Berg, son espacios o nombres propios que surgen en cualquier pesquisa y evidencian los nuevos estilos de un mecenazgo en el que lo público no debe confundirse, exactamente, con la procedencia del dinero ni lo institucional con el edificio donde se alojan museos, centros culturales o editoriales. Hablamos de un mecenazgo más nómada que estático, más enfocado en el proceso que en la obra acabada, más atento a lo efímero que a lo permanente, más próximo a las ideas que al ego milenario de los grandes nombres.
Decía Michaux que el artista es quien no puede resistirse a dejar huellas. En estos tiempos de huellas infinitas, para las que no se requiere siquiera ser artista, quizá los nuevos mecenas estén obligados a detectar la cultura escondida. En esta época en la que nuestro paso por el mundo va acompañado de un exhibicionismo agobiante, tal vez deban apostar por lo invisible. Y que esto último, precisamente, signifique lo contrario a dar palos de ciego.
(*) En la imagen, Palabras, palabras, de Antoni Muntadas.
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