Una semana antes de cumplir los 40 años está impreso, táctil, con sus solapas ensuciables, mi primer libro vía editorial. Uuuy. Por los pelos obtengo esa etiqueta consuetudinaria del mundillo literario que dice escritora/poeta joven (menor de 40). La semana antes cuenta dentro de plazo, ¿verdad? Con su ISBN de España, no de Amazon. Y su depósito legal en los olivos de Jaén. Nada de fotocopias ni grapas, lejos de talleres europeos de factura umbría empaquetando autoedición.
No es un parto virginal en absoluto porque suma el tercero. Quizá esperaba que, tras (X) años ansiando la etiqueta de oficialidad -hasta prometí tatuarme el logo de la editorial que lo hiciera- el subidón duraría en consecuencia un poco, un poco más que las otras veces. Duración real: tres horas. La crudeza de siempre vuelve luego. Que es un poemario enclenque, demasiado corto y ridículo por mucho que la editorial lo haya aceptado. Tampoco vamos a montar una guerra civil por el gusto del editor, ellos sabrán. Pero tendría que haber sido más largo. Que los versos están desmañados e insípidos, tantas veces recitados sobre el oído de otros, con y sin música de fondo, tantas veces eyectados por mi garganta con más o menos gritos. Un libro que se terminó en una semana. Aunque esto último es mentira, hay textos alamacenados durante el período 2017-2018 con vistas a formar parte del engendro, pero a niveles prácticos el orden, la corrección y muchas nuevas líneas se hicieron en una semana. Así que el embarazo, al redondeo, queda en cinco días.
Ese abismo de disgusto se corporaliza de forma grosera unos días después, durante la aparición de sudores mortales en una cita de micrófonos, porque llego a destiempo, no he decidido con antelación qué textos trovará la noche, y el ritual dicta medio minuto de hojear selectivamente mientras otros comienzan sus versos, minuto que no tengo porque he llegado tarde, por lo que cunde el pánico una página tras otra cuando se acaban, qué pocas páginas son, qué basura todo, qué contado ya en tantas ocasiones, nada de interés, para qué todo esto, qué hago aquí, a quién se le ha ocurrido que es buena idea publicar libros, si nadie lee.
Pero las tablas tiran, amigo, no se pueden desaprender. ¿Creéis que alguien se da cuenta del abismo? Al contrario, no queda tan mal la lectura, palabras cariñosas y de felicitación que aparecen terminado el acto, y las gracias de vuelta, cortesía azorada y pequeñísima porque no le veo mérito alguno en darle sentimiento, proyectar la voz y esos etcéteras que ya aprendí en clases de teatro o sobre los escenarios, que encima el texto no es texto de tan trillado sino un escupitajo de pésimo gusto, me parece inservible por mucho que lo haya leído directamente del libro impreso. Pero así es, deduzco, este detalle de la situación real con un libro real, estas cosas que no pueden aprenderse en cabeza ajena porque necesitas de tu propia fórmula. Igual que para una obra de teatro, o para grabar un programa de televisión necesitas unos niveles aceptables de ansiedad en las tripas, estar nervioso, porque el estar/sentirse relajado significa el desastre absoluto, -perderás la concentración sí o sí por el relax y no sabrás qué decir, se evaporará el texto, ni cómo improvisar-, también con un libro físico necesito que poco después se vuelva abominable, ridículo, escaso en tiempo y forma, para así poder escribir el siguiente con cero culpabilidad por ignorar al anterior.
Me alegro tanto de que eso suceda, a la hora de la verdad, como una confirmación de lo que ya sabía: nunca es suficiente, y para cuando lo sea, tendré un pie puesto en el hoyo. Me alegro porque no ha cambiado el post-libro, a pesar de esta temporada viviendo en la literatura. Esa inmersión (2017-18) me ha devuelto a los tiempos verdaderos, en los que pensaba, respiraba y hacia escritura, y además, hacia afuera y compartida. Recitales periódicos. Minipoemarios versión fanzine que no me he avergonzado de vender por la calle, incluso al lado de una feria del libro, en versión top-poesía-manta. El trato directo con el público, con el que lee: con la gente.
Sin embargo, el blog se ha reducido casi a cero porque el refugio lo respiro cada día, en la calle y con las manos llenas de tinta. Hoy no sé cómo ha ocurrido, esta ciudad donde siempre llueve con arcoiris me dio una pista en los primeros meses, regresé a un recital de micro abierto justo cuando las obras escritas que me acompañaron en la mudanza reposaban en la basura y tenía la decisión de empezar desde cero, desde mi otredad periférica y la ajenidad a una generación literaria que no conocía de mi existencia. El mismo organizador también llevaba una escuela de escritura, y el festival literario de la ciudad, hasta que se mudó justo a la ciudad del sur de la que yo había partido. Después, un breve interludio en el que lloriqueaba por esta casa, para que la casualidad me llenara con esa tribu de poetas callejeros que hemos organizado dos temporadas de jams poéticas y micros abiertos, a veces cada semana, resistentes, dispuestos a buscar esa magia de la conexión en textos propios y prestados, y el proyecto por delante que se perfila para las próximas temporadas.
Esta casa, en consecuencia, se ha quedado vacía porque no necesitaba seguir lloriqueando, ni recordar los breves minutos de escribir sin culpa alejada de una redacción, ni lo lejos que estaba de una labor cotidiana que consideraba normal, pero a la que no sabía cómo volver. Y ahora, tampoco sé cómo lo he hecho. Por segunda vez, me salva la literatura.
Lógico; no soy otra cosa.