Revista Talentos

Apuntes de un domingo peatonalizado

Publicado el 10 diciembre 2014 por Perropuka

Apuntes de un domingo peatonalizado

Entrada al aeropuerto: el paisaje era arruinado por el hedor del rio adjunto


Se cree que los cochabambinos están planeando solicitar a la Unesco que el fabuloso Día del Peatón y la Bicicleta sea declarado patrimonio cultural con todos los sellos correspondientes, no vaya a ser que otras ciudades extranjeras se quieran adueñar del invento -como viene ocurriendo con algunas danzas folclóricas-, muy original de paralizar la ciudad entera en desmedro de la economía, porque aseguran sus geniales impulsores que la madre tierra descansa durante estos domingos especiales, y que un pequeño gesto como este contribuye sobremanera a la descontaminación del planeta, aseguran con todo orgullo. Sin embargo, las autoridades verdolagas no pueden ocultar debajo de la alfombra las ‘basuritas’ que los caminantes y ciclistas generan durante estas jornadas: por lo menos veinte toneladas más que en un día normal, según el reporte de este último fin de semana. A este paso, los auténticos ecologistas serán los viejos verdes.
El último domingo, me vi particularmente afectado como seguramente otras personas. Por estas ideas tan frescas me convertí en peatón a la fuerza, siendo achicharrado por el sol por espacio de más de una hora, a pesar de la gorra y ropa ligera que portaba. El asfalto irrita los ojos, aun a las diez de la mañana con todo el cielo despejado y a pleno verano. En esas condiciones, cuántos caminantes se animan a tomar las calles, me pregunto, a pesar de estar despobladas de coches no había mayor interés de hacer uso de ellas, salvo los ciclistas, claro. Una jornada dominical que me hizo sudar más de la cuenta y volverme más negro, especialmente en los brazos. 
Planeaba partir en bicicleta hasta el aeropuerto. Llegaba uno de mis hermanos desde España, después de ocho años de ausencia. Habíamos acordado ir a recogerlo en la camioneta de mi primo pero no contábamos con la infeliz coincidencia. No había ni un mísero taxi que me llevara porque seguramente el único sindicato autorizado no daba abasto, como posteriormente corroboré. Se me pasó por la cabeza que si tomaba la bici no tendría dónde parquearla en el estacionamiento enfrente de la terminal ni tampoco me iban a dejar ingresar hasta la sala de espera. Ante la duda me tuve que resignar a llegar por propio pie. A vista de pájaro, mi apartamento no parece estar lejos del aeropuerto, según  pude divisar en el mapa antes de emprender la caminata. Al poco rato, ya en el trayecto, me di cuenta de que había que dar un rodeo largo por el puente Killmann y sin siquiera atravesarlo ya pude captar los aromas pestilentes del rio Rocha. Qué dirán los turistas que tienen que recorrer obligatoriamente la avenida que bordea el rio, rumbo a los hoteles lujosos de la zona norte. 
Así continuaba a marchas forzadas, siguiendo mi camino y ni siquiera había un árbol que hiciera sombra en las aceras. A lo sumo se divisaban algunos arbolillos de esos que se utilizan para setos recortados. El pútrido hedor del riachuelo calentado por el sol me perseguía a manera de compañía. Pude adelantar a una pareja de esposos de mediana edad que se esforzaba por llegar al lugar con su maleta de mano. Menos mal que un policía de moto se ofreció a llevarlos, aunque ya no estaban tan lejos. Como ellos, no sé cuántos pasajeros habrán tenido que pasar por las mismas penosas circunstancias, resultado de las abusivas y absurdas iniciativas de las autoridades que ni por asomo se preocupan por cubrir las contingencias derivadas. 
Llegué sin mayor novedad, más cabreado por el clima que por el cansancio. A metros de la casamata de ingreso observé un avión oxidándose a la intemperie entre gruesas ramas de molle, como único vestigio de la antigua aerolínea estatal LAB, convenientemente abandonada por el actual gobierno. Unos pasos más allá, hay un mascarón elevado con la figura de una cabina de avión, donde se puede leer “Centro internacional de entrenamiento aeronáutico” esculpido con letras plateadas porque supuestamente el aeropuerto Jorge Wilstermann iba a ser un referente en el tema en Sudamérica, pero el estado descuidado, ruinoso, del mascarón desmiente tal cosa. Como era lógico, existía muy poco movimiento en la terminal aérea. Los parqueos prácticamente vacíos. Más empleados de servicios aeroportuarios y dependientes de galerías, cafés y otros servicios relacionados que viajeros al acecho. En días normales tampoco es mayor la diferencia. El aire bucólico y provinciano del valle se siente hasta en sus vuelos. Y pensar que antes Cochabamba era el centro aeronáutico del país, o eso se decía.
Subí al mirador, aprovechando que todavía quedaban algunos minutos antes del arribo de las aeronaves según itinerario. Contemplé la pista y algunos aviones en tareas de repostaje o mantenimiento. No aterrizaba ni un mosquito en nuestro glorioso aeroparque “internacional” con terminal inaugurada hace pocos años. En Palma de Mallorca, con una población menor incluso, pasmado veía cómo en verano los aviones entraban y salían cada dos o tres minutos. Ni hablar de su gigantesca infraestructura aeroportuaria, con parqueos automáticos incluidos. Aquí presentaron dos mangas de abordaje- las únicas- y por poco arman una tremenda fiesta en su inauguración como si fuera el último grito de la moda. País de cándidos que se emocionan ante cualquier nuevo decorado.
Arribaron tres aeronaves, una tras otra. Ya me empezaba a impacientar porque mi hermano no aparecía entre los pasajeros que iban saliendo. Llegué a creer que probablemente no había tomado el vuelo de conexión en Santa Cruz.  Me llamaron desde casa, preocupados. Al final, pude divisar su espigada figura y el alivio me volvió al cuerpo. Arrastraba trabajosamente dos maletas grandes y una pequeña. Los ociosos empleados de Sabsa, que según me confesó pajareaban manipulando sus celulares, le respondieron tranquilamente que se habían acabado los carritos portamaletas que sobran en cualquier terminal. Y apenas estamos hablando del pasaje de tres aviones medianos a los que atender. Eso fue solo el comienzo de la absurda odisea.
Una vez afuera, quisimos tomar un taxi del sindicato que opera exclusivamente en el sitio. Ya esperaba un montón de gente queriendo abordar el suyo. Y no había señal de los dichosos coches, que a intervalos de cinco minutos aparecía alguno y sin siquiera estacionarse ya era perseguido por los ávidos pasajeros. Un quitoneo mayúsculo. Como serán de brutas las autoridades que no se les ocurrió extender el permiso de circulación a otras líneas de radiotaxis. Con toda razón, aquellos afortunados taxistas cobraban lo que querían y había que rogarles. Ni un solo policía atendiendo el caos. La sensación era de total abandono. Un viajero argentino muy bien vestido me confesó molesto que estaba esperando hace mucho el taxi que su hotel le había prometido enviar. Esta es la ley de la selva, añadió indignado. Sentí inmensa vergüenza ante la impotencia. Estuvimos lidiando con otros pasajeros alrededor de una hora. Finalmente tuve que rogar a una pareja de jóvenes que habían atrapado uno. El auto era pequeño, nos tuvimos que estrechar cinco personas. Por suerte nuestro domicilio estaba en el trayecto de ellos, de lo contrario el taxista nos hubiese cobrado un dineral y no el monto más o menos razonable que nos sacó. Con inquietante lentitud –por el recorrido atravesado de triciclos, patinetas y ciclistas- llegamos a destino, pasado el mediodía. La alegría inmensa de mi madre -todavía recuperándose de una trombosis-, de recibir a su hijo después de tanto tiempo, compensó con creces la bronca acumulada. La degustación de un charque crujiente, en familia, finalmente nos hizo olvidar el mal rato.
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