No recuerdo desde cuándo cobré aprecio por ese sonido peculiar de los rollos girando en el proyector. Los recuerdos de la infancia no tienen fechas exactas pero aún así son imperecederos. No me acuerdo de quién trajo las primeras películas al pueblo. En esos años que aún no llegaba la luz eléctrica, las imágenes en movimiento fueron el descubrimiento más gozoso. Todavía me acuerdo vagamente de mi primera película, en blanco y negro por supuesto, con esas manchas repentinas cada cierto tiempo en la pantalla que le dan el toque de parecer reliquias. Era una historia del género fantástico creo, con toques de vampirismo o algo así. Se titulaba “El fistol del Diablo”, que hasta ahora no sé qué significa, con treinta y tantos años encima y muchas lecturas devoradas. La memoria y sus entresijos, que por un lado me permite guardar un dato inútil como el símbolo del magnesio y sin embargo no retiene un significado de un hecho vital para mí, porque estoy seguro que en ese entonces sacudí las orejas para ir en busca del “mataburro”. Me gusta esta pequeña ignorancia mía, no quiero caer en la tentación de googlear, a veces hay cosas que no queremos saber para no estropear una evocación de felicidad.
Un día, el cura italiano de la parroquia se trajo un proyector de betamax desde su misma Italia, adivinen dónde encontró una pantalla idónea. Sí, ahí mismo, dentro de la iglesia, en el muro desnudo donde debía estar el retablo, pero como la construcción era nueva y fea como una covacha, tenía más la pinta de una rústica casa alpina, con techo muy caído, ingeniería alemana, se diría pensando en los religiosos que la mandaron levantar, ni campanario tenía, para más extrañeza. Esa era la vida real, volvamos a la vida de ensueño, el cine.
Cuántas proyecciones habremos visto, sí, esas de las grandes producciones de Hollywood. Cómo olvidar las aventuras piratas de Sandokan el tigre de Malasia, las grandes carreras de Ben Hur, las deslumbrantes historias bíblicas o las batallas épicas de romanos y griegos, en esa edad que todavía no nos detenemos a pensar en el mensaje moral sino más bien en disfrutar inocentemente de la recreación de determinadas épocas. Y si no me creen, miren aquí estoy, más agnóstico que nunca.
Al poco tiempo alguien quebró el monopolio de los curas, otras almas caritativas instalaron un cine improvisado en un galpón. Pero había que pagar, no mucho pero a veces la mesada no alcanzaba para el creciente vicio. Cuántos chavales nos reuníamos los fines de semana para las funciones dobles, rogando porque alguno de los cuates nos costeara la entrada. Una vez adentro esperábamos ansiosos el milagroso chorro de luz que convirtiera el tiempo en felicidad. Y claro, conocimos los primeros besos en pantalla, aquellas historias románticas que los curas se cuidaban de no proyectar. Gracias a Dios por el cine independiente.
Los años pasaron, ¡ay! la tecnología acabó con nuestra primitiva afición. Llegó la luz eléctrica –permanente, quiero decir- al pueblo, con ella las fuerzas malignas de la oscuridad, los canales de televisión. No más reunión de amigos por la noche, no más titulares en la pizarra del cine de barrio, no más frio a cambio de una velada gozosa. Cada uno a su casa calentita, a esclavizarse de una minúscula caja tonta.
De joven, en la ciudad conocí los verdaderos cines, con ese audio ensordecedor y “envolvente” que llaman. Había que pagar mucho más, pero valía la pena, incluso sacrificando los caprichos en chucherías para ahorrarse la entrada del fin de semana. Era solo llegar a la sala de butacas y acomodarse en el mejor sitio y, hasta que el salón se poblase de gente ya disfrutaba incluso de los trailers de promoción de otras cintas. Nunca iba a los estrenos, no me gusta estar rodeado de gente que cuchichea o de cabezas que me estropeen la mirada. Grandes tiempos aquellos, que como saben no volverán. La tecnología una vez más acabó con el cine; no fue sólo el DVD, sino algo más espurio: la fórmula de Mac Donalds trasladada a las necesidades de entretenimiento.
Poco a poco, las grandes salas enmudecieron y ante la angustia de la ruina, fueron vendidas a precio de saldo para convertirlas en templos del nuevo milenio, donde los profetas de la fe hacen del teatro su vocación. En eso se han transformado los grandes “cines-teatros” de toda la vida, en ceremonias de histeria colectiva, televisadas para engatusar a los incrédulos o en motivo de risa para otros incrédulos. El cine ha muerto, ni Dios inmisericorde lo salvó.
Porque es así, aunque alguien me rebata, el cine transformado en multicine no es cine. La mayor reunión de comensales palomiteros no es cine. A pesar de los carteles atractivos y toda la parafernalia comercial que rodea a estas salas, a pesar de los “horarios cómodos”, nunca me he dejado llevar por la onda, lo juro, puedo presumir de no haber estrenado ninguna de estas multisalas, ni gastado el culo en una butaca de ensueño, que dicen que tienen. Los combos de películas que proyectan, tienen el olor de un combo de hamburguesas. El nuevo cine ha infantilizado a las audiencias. Es lo que vende, es lo que hay.
Así que, aquí me tienen, refugiado en mi sala con mi pequeña videoteca. He logrado reunir una colección apreciable a costa de grandes caminatas e infinita paciencia, ya saben, desgastando los dedos en los puestos piratas, que aquí están plenamente aceptados y que lo mismo se aprovisionan casi siempre de paquetes de “estrenos” y encontrar una joyita es como buscar una aguja en un pajar. Hasta en eso nuestro país es insignificante, apenas llegan títulos de cine clásico o independiente. Ya quisiera yo tener un sitio como el “Polvos azules” limeño, esa Meca subterránea del cine. Ni modo, me las tengo que apañar, con mi reproductor DVD y un mediano televisor. Entre tanto a disfrutar mi cine, placer como pocos, aunque solitario.