Ese año (dos hace ya, cómo pasa el tiempo, la pucha!) busqué por cielo y tierra un libro, que sabía que existía y que era fundamental leer: Los Diarios de Alejandra Pizarnik. Sabía que Lumen (la editorial española a cargo de toda su obra) los había publicado, pero se me hizo imposible conseguirlos. Un amigo librero me dijo que en España tampoco estaban, por lo que, con el correr del tiempo, me desilusioné, terminé mi investigación, aprobé la materia y dejé de buscarlos.
Hace unos tres días iba de expedición por la calle Corrientes con una amiga, rastreando libros para otro seminario (esta vez, de Literatura Latinoamericana), cuando vi, de golpe y porrazo ante mis ojos, los Diarios. Pegué un alarido breve, agudo y potente que casi liquida de un infarto a la vendedora y a mi amiga. El corazón me palpitó hasta llegar a mi boca. Allí estaban. Parpadeé y el precio exorbitante me pareció lógico y durante todo el día, y los tres que le siguieron, no paré de hacer cuentas y pensar en ella. Alejandra, aquí, Alejandra, bichito, aquí.
Mediodía húmedo porteño. Gente, gente saliendo por todos lados. Yo iba a la carrera, el reloj me presionaba. Corrientes se me asemejó por un momento a una calle sin fin, donde no llegaba a vislumbrar nunca la H mayúscula de la famosa librería que albergaba el mayor tesoro: A Alejandra. Pasé del frío invernal al sofocón pegajoso. Entré, despeinada, con cara de desencajada seguramente y de impaciencia y me lancé encima del pobre vendedor: Quiero los Diarios de Pizarnik, están agotados, están arriba del mostrador de la caja, pedilos allá entonces. Ni gracias le dije. Me di media vuelta y miré a la chica de la caja, suplicante. Cada segundo que tardó en desempaquetarlo, hacerme la factura y darme el vuelto se me asemejaron a la eternidad. La embolsó, me desesperé. Corrí hasta el subte, me tiré de cabeza, la desembolsé. Acaricié el libro de tal manera que sentí varias miradas en mi nuca.
La sonrisa se me salía de la cara. Alejandra, debajo estoy yo, Alejandra. Y acá estamos, Alejandra. Por fin. Te tengo en mis manos.
Sos la madre de mis palabras. Le diste voz a todo eso que nacía en mi pecho y no se animaba a salir. Me abrigaste con tu frío. Y si tal vez viva nadie te amó como te merecías, yo prometo amarte por toda la eternidad. Tu poesía no tiene fin, no tiene límites. El poema siempre será tu patria y, por suerte, me diste la bienvenida allí. Gracias Alejandra. Y bienvenidos tus diarios a mi biblioteca.